El boxeador Miguel “Mascara” Maturana narra en carne propia sus duras batallas ganadas a la vida y que hoy lo hacen un hombre digno, no por ser el único campeón mundial amateur de Colombia.
ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ
Suena la campana, no estoy en un cuadrilátero, pero va a haber una pelea. Mis venas se llenan de adrenalina y todos corren hacia la salida, mientras tanto yo empujo la silla de ruedas de mi amigo «Albertico» hacia el patio del Marco Fidel Suárez.
Con ínfulas de héroe vengador, después de detener el rodante de balineras, dejo caer mi bolso al piso, observando frente a mí el salón abandonado a donde me he citado con el «matón» del colegio para enfrentarnos a puños.
Entro al lugar y enseguida diviso a mi rival esperándome, sin perder tiempo me acerco a él y empieza la pelea.
Concentrado en la silueta de mi contrincante de turno, veo de reojo aparecer de la nada a tres de sus secuaces, también en pose de combate.
De repente, las trompadas encestadas contra mi enemigo se diluyen con una ráfaga de golpes venida de sus cómplices y caigo derrotado, enseguida, ellos desaparecen sin ser vistos por los profesores y corren rumbo a sus casas.
Pasados unos segundos, yo me reincorporo y salgo del maloliente salón, a reencontrarme con «Albertico», quien con ojos expectantes observa mi rostro y riendo a carcajadas, me dice:
— ¡Mierda, Maturana! Te dejaron la cara como una «Máscara»—
«Albertico» no para de reírse, mientras tanto yo miro hacia los lados y a lo lejos veo al profesor de educación física, él actúa como si no, pero ha visto todo. Pasando por su costado con los dedos cruzados para que no nos diga nada, escucho al maestro llamarme con voz fuerte:
— ¡Maturana! Otra vez peleando. Ya no sabemos que hacer contigo. ¿Aún te gustaría entrar a un gimnasio de boxeo?— Sintiéndome la cara inmensa y pesada, sin ninguna vergüenza yo le respondo:
—Claro que sí, profe— Él se queda pensando y yo reimpulso la silla de ruedas de «Albertico» para acercarlo a su casa.
Transcurrió tan solo una semana y ya todo el colegio me llama «Máscara». Así me gritan para animarme cuando peleo dentro o fuera del colegio, sin embargo, hoy dejé de experimentar ese extraño sentimiento que constantemente forcejeaba con mi risa fácil.
Ahora tan solo tengo las esperanzas que van contenidas en esta tarjeta de cartón empuñada en mi mano derecha junto a la decisión de huir de mi propia agresividad y la pobreza, también voy con un firme anhelo de vencer el desamor de mi padre.
Caminé varias calles, algunas sin pavimentar, y ya escucho una andanada de esos golpes impregnados de fuerza. Provienen de ese lugar hacia donde escapo. Allí seres anónimos pujan y dan puños a un saco lleno de arena, intentando sacar de él las oportunidades de vida con las que no nacieron.
Son las 2:35 de la tarde de un lunes de mayo del año 1973. Después de ir a la escuela, me dirigí rápido hacia al sector del «Pie de la Popa», en Cartagena, y llegué hasta aquí, a la puerta del gimnasio de boxeo «Chico de Hierro».
Me acerco a un boxeador que tras acabar su rutina descansa exhausto sentado afuera, y con mi voz ronca le pregunto por el entrenador Orlando Pineda García, entonces, teniendo aún el vendaje puesto, extiende un brazo señalando hacia adentro.
Enseguida camino hasta ubicarme justamente al lado del instructor quien al notar mi presencia descuida un poco el entrenamiento de otro de sus boxeadores y me mira, yo aprovecho para decirle:
— Aquí le mandan esta tarjeta, se la envía mi profesor de educación física, Orlando Herrera —
Pineda recibe con un poco de recelo el ya arrugado cartón, pasan varios segundos y sonriendo, lee en voz alta el mensaje que viene acompañado de una firma: «Aquí le mando a Miguel María Maturana Machado, devuélvamelo como campeón».
— ¡Ah, ya! El profesor Herrera vino antes de ayer y me dijo «te voy a mandar a uno de mis alumnos, que más que estudiante, puede servir para boxeador» — comenta, y enseguida me pregunta: — ¿Eso es porque te la pasas peleando en el colegio, verdad? — Su tono de voz es fuerte y rasposo.
— No, solamente lo hago para defender a mis amigos de unos compañeros que a cada rato los molestan y yo a quien los vacile, le doy su pescozón — Le respondo, tratando de justificar mi agresivo comportamiento.
—Pero si vas a ser boxeador, no puedes seguir peleando en el colegio ni en la calle — Me advierte.
— Bueno, yo dejo de pelear — Le contesto mirándolo a los ojos, como suplicándole que me dé la oportunidad, la única que tengo. Él me responde la súplica, vacilante pero gentil.
— Ven mañana a entrenar, pero si llego a saber que has armado lío en el colegio o en la calle, te largas del gimnasio —expresa antes de alejarse.
Yo celebro con un grito y lanzando puños al aire. Así, emocionado regreso a casa y encuentro a mi madre en su faena diaria, confeccionando vestidos para pagar el arriendo y comprar nuestra comida.
«Cuando yo sea campeón mundial, le daré de todo a mi mamá para que no tenga que trabajar más, además le compraré una casa grande en un barrio bonito», pienso mientras la observo inclinada en su máquina de coser.
Mi papá no necesita nada, él tiene un buen trabajo, mucha reputación y otra familia a la que no pertenezco, solo haré que se sienta orgulloso de mí, como yo lo estoy de él. Así tal vez deje de ocultarnos ante la sociedad a mis hermanos Mercedes, María y Ever, y a mí, por ser sus hijos bastardos.
Yo sé que entrenando fuerte lo lograré, ya que el estudio no es lo mío, además, el colegio para mí es una prisión, no aguanto ni 30 minutos sentado. Los profesores dicen que tengo algo llamado «hiperactividad».
Voy camino al gimnasio vistiendo una pantaloneta de mi color favorito, aunque tiene un huequito en la parte de atrás; también traigo botas igualmente azules, están muy desgastadas, no importa. También llevo unas vendas de trapo.
Entro y me encuentro de frente al entrenador Pineda, él me mira con cara de sorpresa y me lanza una pregunta: — ¿Ajá, yo no te dije que vinieras el día siguiente, es decir, el martes? Y ya hoy es sábado –
— Profe, es que no encontraba quien me regalara una pantaloneta y se fueron pasando los días hasta que conseguí todo lo que necesito —Le explico.
Pineda no dijo nada y con indiferencia me ordenó hacer 20 minutos de velillo como calentamiento y ahora me está enseñando los cuatro golpes básicos del boxeo, creo que hoy no le pegaré a nada, solamente al aire.
Con el transcurrir de los días la constancia va transformando para mí el boxeo en una dulce rutina, la cual me irriga cada vez más ilusiones y me muestra la vida como un lugar en el espacio del tiempo donde debo luchar por mis sueños aunque parezcan inalcanzables.
Por eso, mi registro de combates oficiales crece rápido dejando atrás un viejo récord de peleas callejeras que yace detenido. Pineda y mi profesor de educación física se asombran por eso, yo simplemente me he enfocado en el deporte que amo.
Además, «Pine», como lo empecé a llamar, me prepara cada vez con mayor entusiasmo y tiene tantos conocimientos sobre boxeo como esperanzas en mí. Cada día le aprendo cosas nuevas, aunque a veces se pone tedioso, dándome consejos como si yo fuera un niño y ya tengo 17.
Él intenta llenar el vacío que tengo por la ausencia de mi padre, y enseñarme a tener más respeto hacia los demás. Sin embargo, yo continúo siendo irreverente, sin «comerle cuento» a nadie, así les causo gracia a mis amigos.
Es momento de una despedida. El gimnasio «Chico de Hierro» se había convertido en mi hogar. Aquí todos me ayudaron a vencer mil dificultades para que no viera frustradas mis metas. «Pine» me está remitiendo a un club llamado «El Terminal». Su decisión me enoja, luego de varios minutos recapacito y comprendo que, con mi traslado a esa escuela de combate, él me está buscando un mejor futuro como boxeador.
— Allá tendrás toda la implementación que necesitas, la que no te he podido dar acá — Me dice observándome con su mirada sincera de siempre, aunque esta vez noto tristeza en sus ojos de miel.
Es 11 de julio de 1981, estoy cumpliendo 22 años y me acabo de topar con mi gran tesoro guardado debajo de mi viejo colchón. Son mis dos medallas de campeón nacional, una dice Medellín 1978, y la otra, San Andrés Islas 1979.
Por fin encuentro mi morral. Voy a llenarlo con mis mejores harapos para viajar a Bogotá. ¡He sido preseleccionado para el Primer Suramericano Amateurs, clasificatorio al mundial! Con solo pensar que podría llegar a representar a Colombia, mi corazón se emociona.
El equipo nacional que se arma para el campeonato internacional estará a cargo de Orlando Pineda García, quien ahora es seleccionador de la Federación Colombiana de Boxeo. Sí, ¡me voy a reencontrar con el «Pine», mi viejo entrenador!
— Maturana, recuerda, aunque eres muy bajo para tu categoría, posees características anatómicas especiales que te harán muy grande — Me dice «Pine» durante mi primer entrenamiento con la Selección Colombia.
Con guardia adelantada camino el cuadrilátero sin levantar los pies. Acompañado de mi inmortal espíritu juguetón y retador, persigo al venezolano Antonio Suárez en el último asalto de la final del peso Gallo. Es sábado 29 de agosto de 1981.
Los últimos segundos de este capítulo final se hacen eternos, aunque voy ganando la pelea. Por fin suena la campana. Regreso a mi esquina, en dónde emocionado, «Pine» me alza el brazo, pasan unos minutos y el juez principal, en la mitad de la lona, me proclama ganador. ¡Soy campeón de Suramérica! ¡Y clasifiqué a la Copa Mundo de Montreal!
Suspendidos en el vacío después de casi tres meses de preparación, miro la camiseta de «Pine», quien va sentado a mi derecha, luego observo la mía, ambas son de color azul y blanco, dice a la altura del pecho con letras grandes «Suramérica Team». Es mi primer viaje en avión, vamos hacia Canadá. Me lleno de energía para darlo todo y dejar el nombre de Colombia muy en alto.
Cae el telón de la tercera jornada de la II Copa Mundo. Me mantengo invicto con tres triunfos, hoy le gané 5-0 al canadiense Billy Rannelli y mañana estaré frente al filipino Legtpet Tavon en la fase semifinal.
—»Pine», «Pine». ¡Voy a pelear final! ¡Voy a pelear final! —Le repito todavía eufórico a mi entrenador, estremeciendo su espalda mientras duerme. Hace un rato regresamos al hotel, después de alcanzar mi cuarta victoria y asegurar medalla de plata.
— Sí, Maturana, ya acuéstate, descansa, que la gran pelea es mañana. Y déjame dormir, me siento resfriado — Contesta mi fiel maestro, envuelto en una frazada, medio despierto y un poco enojado.
Vuelvo a mi cama. Me meto otra vez debajo de mis gruesas cobijas, pretendo espantar este congelante frío canadiense, se me hace claro que esta gran emoción seguirá dentro de mí durante horas y no me dejará dormir.
La temperatura cae aún más con el pasar de la noche, sin embargo, empiezo a sentir un sofocante calor dentro de mi cuerpo, así como un ardor intenso en mi parte más íntima (la de atrás), me toco y palpo una protuberancia en mi ano.
— «Pine», «Pine», me siento con fiebre y una «venita» inflamada en el culo — Le comento al oído a Pineda, tras saltar aterrorizado desde mi cama. Él no me escucha, ya está profundamente dormido.
Llegan los primeros rayos de luz del 18 de noviembre de 1981 y vemos con mayor claridad que estamos enfermos. «Pine» está con catarro, tal vez se lo produjo ese ambiente de hielo que encontrábamos allá afuera cuando salíamos a trotar. Yo todavía me quemo por dentro, sin saber la razón.
Después del desayuno, volvemos a la habitación. «Pine» adopta una actitud dramática y me hace sentar frente a él, me dice: – Cuando regreses a Colombia vas a encontrar tu nombre escrito con luces de neón que prenden y apagan, como la publicidad de los grandes almacenes que has visto aquí: «Miguel ‘Máscara’ Maturana, campeón del mundo».
Yo sonrío ampliamente y él mantiene su cara seria para continuar con otra frase: – Estás muy cerca de quedar en la historia de Colombia, coronándote como nuestro primer campeón del mundo de boxeo aficionado-
Sus palabras surten efecto, hacen retroceder un poco mi fiebre y desaparecer la duda. Me lleno de una ilusión que casi puedo tocar y tras decidir seguir firmes hasta dejar la última gota de sudor, escucho otra de sus frases sabias: «primero se gana, después se llora; nunca al revés».
Sentado en el banquillo de la esquina roja, espero el inicio del primer asalto de mi quinta y última pelea en el mundial. ¡He llegado tan lejos que aún no me lo creo! Deseo más que una medalla de plata, sin embargo, me siento sin fuerzas, mi cuerpo está cansado.
Observo fijamente a mi contrincante, está al otro lado del ensogado, se llama Chang Im Suk, es de Corea del Sur. Mientras noto que tiene la cabeza grande, «Pine» sigue «inyectando» ánimos a mis músculos recordándome mis fortalezas y haciéndome soñar con la ilusión de un título mundial.
De repente, el eco metálico del primer campanazo se cuelga en el aire. Escondiendo mi debilidad, me levanto ágilmente, choco guantes con mi rival y teniéndolo frente a mí, pienso: «este cabezón no me va a ganar». Empieza el combate.
El surcoreano absorbe cada uno de mis puños, casi sin retroceder. Por algo es el vencedor del cubano Luis Delis, quien hasta ayer fue el favorito para ganar en la división Gallo. Termina el primer asalto y regreso a mi esquina casi sin recibir golpes, aunque más cansado.
He encontrado una «muralla» que se endurece con el pasar de los asaltos. «Pine» bate otra vez el aire con una toalla frente a mí no solo para sofocar mi fiebre, sino hacer que regresen mis fuerzas. Al mismo tiempo me dice: -Tú tampoco retrocedas, sigue tirándole, él solo está esperando un golpe de suerte. ¡Ya es el último round!
En este escenario, el Arena Maurice Richard, durante mis anteriores combates no solo mostré capacidad técnica y física, sino mi particular facilidad de generar simpatía a mí alrededor, apropiándome del corazón de los aficionados y los boxeadores de otras selecciones. Ellos son quienes me están dando alientos en este momento desde las gradas.
Ha acabado la pelea. «Sé que he sido superior a él, no tanto como lo fui contra mis anteriores rivales»: pienso mientras el referí me coloca a su izquierda y a Chang Im Suk a su derecha, el juez de la mesa principal dice el resultado, 3-2, a favor de «Miguel Maturana de Suramérica».
Me escabullo de la mano del hombre del corbatín y a espaldas de la mirada de desilusión de mi rival tomo fuerzas que no sé de dónde salen para pegar un salto tan alto que alcanzo a besar el cielo, romper las barreras de lo efímero y hacerme inmortal porque ¡soy campeón del mundo!
CELEBRACIÓN Y NOCAUT
Empiezo a deleitarme con las mieles de mi medalla de oro en la ceremonia de premiación y en este instante me nombran otra vez para elegirme el segundo boxeador más técnico de la Copa Mundo. En la votación solo he sido superado por Carl Williams, de los Estados Unidos, campeón mundial de la división Peso Pesado.
Pletórico, regreso al hotel con el resto de la Selección de Suramérica de la cual también hacen parte otros cuatro boxeadores colombianos, varios venezolanos, un argentino y un ecuatoriano, ellos vienen cargados de medallas de bronce y festejan como suya la conquista de mi presea dorada.
Si ayer no dormí de la emoción por haber asegurado medalla de plata, esta noche no voy a cerrar mis ojos, pues tengo miedo a que al despertar esto sea simplemente un sueño y yo no sea dueño de esta joya que tengo colgada en el cuello. Por si me quedo dormido, no me la quitaré hasta que amanezca.
Todos se fueron a dormir después de ducharse. Yo me quedaré otro rato en el baño para sofocar con agua la fiebre y el ardor de mi extraña protuberancia que cada vez me incomoda más, sobre todo cuando estoy sentado.
— ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! – Grito, levantándome del inodoro. «Pine» despierta y corre al baño preguntando:
— ¿Qué te pasó, Maturana? – Se asoma y observa la tasa llena de sangre. De inmediato lanza otra pregunta: – ¿Te cortaste? – No, yo mismo me rompí una bolsita que tenía en el ano. —Contesto angustiado.
Desconcertado, él va y busca un rollo de gasa para que me cubra la herida. Razona durante unos segundos y dice: — Ah, por eso fue que te dio fiebre. Mañana, cuando regresemos a Colombia haré que te revise el médico de la Federación.
—Tal vez se te formó una hemorroide porque te bañabas con agua demasiado caliente en el hotel. —Me dice «Pine» con voz baja en el avión que nos lleva a Barranquilla, desde donde viajaremos por tierra hasta Cartagena.
Tras el aterrizaje, “Pine” coloca una de sus manos sobre mi hombro izquierdo y expresa:
— Cuando lleguemos a Cartagena la gente te va a esperar y a tratar como si fueras un héroe, tú ten cuidado con eso, no pierdas la humildad y pórtate mejor que antes porque desde ahora serás un ejemplo para los demás deportistas — A mí no me salen palabras, yo simplemente bajo la mirada y asiento con la cabeza.
Siento olor a mi tierra y despierto, veo a lo lejos el retén «Doña Manuela» rodeado de una multitud que está a mi espera. Estamos entrando a Cartagena. Aficionados, amigos y curiosos han venido a recibirme. «Mis paisanos me quieren», pienso y sonrío observando el lugar colmado de gente.
Al cruzar el retén, una comitiva me hace bajar del vehículo en el cual vengo viajando desde Barranquilla y me suben a un carro de bomberos. La gente no para de aplaudirme, agradecerme, felicitarme, todos me quieren tocar y abrazar.
Miles de personas me hablan entre el bullicio, yo solo les entiendo que están contentos por mi hazaña y les sonrío. La agitada muchedumbre empieza a mostrarme a mis amigos, a quienes saludo eufóricamente en medio de este ambiente de mucha alegría, ¡Hay fiesta en Cartagena!
Entre pancartas, jolgorio, fuertes sonidos de sirenas y luces de colores, vamos atravesando la ciudad en una caravana que llegará hasta el Hotel San Felipe en donde me tienen preparada una recepción especial, también habrá una rueda de prensa.
Un montón de autoridades que no conozco me felicitaron con abrazos y elogios antes de esta rueda de prensa en la cual uno de los periodistas me está preguntando: ¿Qué viene ahora para Miguel «Máscara» Maturana? Yo le respondo:
— Me prepararé para ir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, porque también quiero ser campeón olímpico —
Terminada la rueda de prensa, el último periodista se diluye entre aficionados que siguen afuera e inesperadamente estos desnudan la presencia de un hombre inexpresivo entrando al lobby del hotel. Varios de ellos lo saludan y hasta lo felicitan sin obtener respuesta. Es el profesor Miguel Maturana, mi padre.
Emocionado, salgo a darle un caluroso abrazo, el cual resulta ser un gesto tímido sin afecto, me avergüenzo y trato de esconderlo mostrándole mi medalla y mi diploma. Luego, él mira hacia los lados como para verificar que ya no hay periodistas presentes, y contrario a estimar como algo positivo mi logro deportivo, él sin piedad expresa:
— Preferiría un diploma de bachiller a este cartón sin validez que te dieron por darte golpes como una bestia con otro bárbaro y fuera de eso, tras de nada.
Mi risa fácil se borra de inmediato, así mismo, la inmensa alegría traída desde lejos para compartir con todos y por medio de la cual creí haber ganado la admiración de mi padre, se escapa de mi corazón volando como una mariposa que no volveré a ver jamás.
A pesar de no ser tan evidente, “Pine” percibe el profundo dolor que quedó clavado en mi pecho con ese fulminante nocaut propinado por mi propio padre, y en una reacción natural, él se le acerca diciéndole:
— Usted tiene derecho a expresar lo que piensa del boxeo, pero su concepto es un prejuicio, porque este deporte no lo hacen bárbaros, pobres o negros sin oportunidades de nada, pues los hay con títulos universitarios en todo el mundo y no son ni negros, ni pobres, ni analfabetas —
Mi padre observa a Pineda fijamente con ganas de pegarle, sin embargo, esto no detiene la intervención de mi entrenador:
— Y permítame decirle, usted es profesor de matemáticas, y si se muere mañana, dentro de un año, nadie distinto a su familia, lo va a recordar. Sin embargo, este muchacho ya hizo historia y nadie lo va a olvidar. Entonces, lo mejor que usted puede hacer es apoyarlo para que continúe su carrera deportiva y animarlo a regresar al colegio —
— De todas maneras a mí no me gusta el boxeo, esa es una actividad para salvajes — Remató mi padre, con su temperamento severo, dando así por terminada la conversación y su visita.
«Pine» y otros miembros de la Federación me consuelan para que no le dé importancia a este episodio, a pesar de ello, lo expresado por mi padre se queda resonando en mi cabeza, estoy ensimismado.
Mi cruda realidad se reencuentra conmigo, ahora con una furia que me deja sin fuerzas, ellas parecen haberse perdido en mis batallas en donde puño a puño inocentemente fui cristalizando una ilusión para darle solución a todas mis carencias.
Mis nuevos días se parecen a los de antes, lo novedoso es que empresarios de boxeo rentado me visitan constantemente en el gimnasio, me aconsejan y animan a que dé el salto al profesionalismo.
Tal vez es cierto lo que ellos dicen, el amateurismo no deja nada, esto me pone ante una encrucijada: ir a los Juegos Olímpicos o firmar ese jugoso contrato con lo que le podría comprar la casa a mi madre. Inconscientemente ya sé cuál de los dos caminos tomar.
¡Llegó el día! El periódico de este viernes 2 de abril de 1982 trae una nota que dice: «El campeón mundial aficionado de boxeo en el peso Gallo y mejor deportista del año 1981 en Colombia, «Máscara» Maturana, hará esta noche su debut como profesional en Cartagena.
Sí, firmé contrato con un empresario de Córdoba y recibí un millón 400 mil pesos. Nunca vi tantos billetes juntos, serán para comprarle la casa a mi mamá y mientras se la consigo, los puse en una cuenta a nombre de mi padre para que por fin se sienta orgulloso de mí.
Cuatro peleas en 9 meses, todas ganadas, es mi récord, lo empecé debutando ante el norteamericano Johnny Jackson, a quien noqueé. También por la vía del sueño vencí a Guillermo Ramos, Pedro Barrera y René Merced».
Esperando el momento para subir al tinglado por mi quinto triunfo, miro a mi esquina y percibo en ella una gran ausencia, no está «Pine», con él discutí hace unas semanas cuando me dijo:
– Maturana, dicen por ahí que andas con un boxeador consumidor de drogas, apártate de ese tipo de gente, eso no es bueno para tu imagen _
Yo le contesté con mucha arrogancia:
_ Mire profesor, le voy a pedir un favor. Ocúpese de mis entrenamientos que yo me ocupo de mis amistades –
_ ¿Ah, sí? Dejarme decirte que desde hoy dejo de entrenarte – Me respondió «Pine», yéndose muy decepcionado.
Mi quinta batalla como profesional será contra Rubén Darío «El Huracán» Palacio por el Título nacional Gallo en la Plaza Monumental de Cartagena, donde ya mis aficionados me han ovacionado hasta la gloria tres veces y sé que hoy sábado 18 de diciembre, no va a ser la excepción.
Después de esta pelea cumpliré mi sueño de darle una casa a mi mamá, pues «Pine» antes de alejarse me ayudó a encontrar la que le quiero comprar, queda en el barrio La Consolata, tiene un costo de 1 millón 100 mil pesos y solo hace falta pagar y recibir la escritura.
Suena la campana y acaba el octavo round. Mi contendor quedó en malas condiciones y se está negando a seguir peleando, pese a que al final del asalto logró conectarme un volado de derecha en la cabeza que me tiene tambaleando.
Su entrenador prácticamente lo está obligando a continuar y ya está levantándose del banquillo para el noveno round. Yo hago lo mismo y el cansancio viene a visitarme en el mejor de los momentos de esta pelea que voy ganando.
Ambos, con la intención de darlo todo, nos trenzamos en un intercambio de golpes que obliga al público a levantarse de sus asientos. Mis piernas flaquean y mi guardia me traiciona dejando pasar un recto o una «tempestad» que arrasa mi cara. Estoy en la lona.
El árbitro detiene la pelea al observar que ya no puedo continuar luchando, enseguida se esfuma mi quinta victoria y empieza el remordimiento a traerme imágenes a la mente de humeantes «viajes» con fogata en la playa a los que acompañé a Mario Miranda, durante las semanas previas al combate.
En esas salidas clandestinas imité a mi ídolo y amigo para acompañarlo a disipar un poco con yerbas no muy santas la amargura que hace tres meses tiene en su paladar por no haber podido conquistar el título mundial Pluma ante el boricua Juan Laporte en Nueva York.
Ahora soy yo quien no ve salidas, tampoco puedo evitar ver el mundo caerse frente a mí, es la peor de mis noches. “Enloqueceré si no logro encontrar algo que me satisfaga de verdad”, pienso. Mi desespero lee mi mente y me lleva de su mano a un prostíbulo a consumir marihuana durante tres días.
SANGRE TRAICIONERA
Una gran impotencia me consume por dentro sumergiéndome en las profundidades de una intensa rabia que me lleva a visitar la locura, a intentar quemar el colchón en donde duermo y hundir en destrozos aquel diploma, e incluso ir a vender por unas monedas mi medalla de campeón mundial. Al otro lado, mi madre llora desconsolada sentada en una silla en la sala de la casa.
“Pine” ya se enteró de mi «acto esquizofrénico», quizás alguien en la calle así le comentó y enseguida vino a verme pero no me encontró, entonces la incertidumbre lo llevó a un segundo intento hallándome en casa con la soledad y perdido en esa depresión que deja el último humo de la marihuana después de escalar el aire y despedirse.
Siento que él, sin una pizca de resentimiento, me toma de un brazo y me saca a caminar sin rumbo fijo. Después de recorrer varias cuadras junto a su silencio y bajo la calurosa tarde, recuerda que cerca vive su amigo Jesús Felfle y llegamos juntos a visitarlo. Él aprovecha el cálido recibimiento que el abogado y réferi de boxeo nos da con refrescos para preguntarme el motivo de mi mal comportamiento.
— Esta mañana fui adonde mi papá a pedirle autorización para retirar 50 mil pesos del dinero que puse a su nombre y me dijo: «Ya no te queda nada de esa plata». Entonces, yo cogí rabia y le tiré piedras a su casa. Después, alguien se me acercó y me dijo al oído: «El profesor tomó ese dinero para pagar el tratamiento médico del hijo que tiene polio»—
“Pine” de inmediato le pide a Felfle que nos acompañe a ir donde mi padre para preguntarle su versión de los hechos.
— Yo le daba la plata a él, porque venía amenazándome con un cuchillo. Eso seguramente era para comprar droga — Responde mi padre, cuando «Pine» le pregunta sobre el dinero.
— ¿Y cuánto le daba usted? — Preguntó de nuevo.
—Yo le daba lo que él me pedía; 50 mil, 40 mil o 30 mil — Aduce mi padre de espaldas a la puerta de su casa, a la que sostiene medio cerrada con una de sus manos.
— Pero, yo solamente me ausenté del país 45 días y cuando me fui «Máscara» estaba bien — Argumenta «Pine» y añade:
— Yo no sé cuánto sea un millón 400 mil pesos en marihuana, ha de ser bastante, tanta que él no se la va a fumar en un mes y medio. Además, usted dice que él venía amenazándolo con cuchillo, más para darle la plata tendría que haber ido al banco a sacarla — Expresó «Pine» con carácter.
Mi padre se queda en silencio confirmándose así la pérdida de mi preciada alhaja y deja al descubierto su sagacidad, esa que usa también para mantener dos familias de manera paralela, una en la opulencia y otra casi en la mendicidad.
«Al final no pude cumplir a mi madre la promesa de regalarle una casa grande y bonita», me recrimino constantemente, hundiéndome más en la marihuana, la cual trajo de regreso mi agresividad y me aleja de los entrenamientos desde hace ya un año.
En este infierno nada parece darme paz, de un momento a otro paso de reírme a carcajadas a tener el ceño fruncido, a veces salpico con mi amargura a la gente como si tuvieran la culpa de mis males, por eso se alejaron de mí y piensan que me volví loco y peligroso.
Para colmo, tengo pocos momentos sin ansiedad, justamente este es uno de ellos, lo quería aprovechar para sentirme como una persona normal, aunque fuese por unos minutos; ya esto no será posible, pues un amigo vino a visitarme al gimnasio en donde trabajo como celador.
Sin prisa, esta persona trae recuerdos del pasado y elocuentemente reconstruye ante mí mis hazañas para luego comparar sin piedad al hombre corajudo que fui con el que soy ahora, enseguida yo, como de una pesadilla, despierto angustiado dispuesto a buscar ayuda.
Regresando de trotar por primera vez en todo este tiempo, recuerdo orgulloso que anoche terminé un mes más de terapias en Alcohólicos Anónimos, todo esto me ánima a proponerle a mi poca fuerza de voluntad cumplir pequeñas metas que me posibiliten volver al cuadrilátero.
Después de casi un año y medio de mi más reciente pelea profesional, retorné a los ensogados. En cuatro meses protagonicé seis combates de los cuales coseché cinco victorias y un empate, este balance hace muy confortable mi regreso, el cual no festejaré por temor a caer otra vez en aquella pesadilla.
Para volver a ese oscuro mundo solo necesitaría de una pequeña tentación e inocentemente la traigo pegada detrás de mis orejas, lo estoy descubriendo en este instante, cuando mi propio entrenador me agasaja con mujeres, ron y drogas. Creyendo estar a salvo el abismo me seduce y caigo en él de nuevo.
Más engañado que antes introduzco mi carrera boxística dentro del laberinto de la drogadicción ahora con una sustancia más potente a la que llaman «basuco». Estoy convencido de que podré mantenerme en el deporte y porque no, pelear sin entrenar usando mis reservas físicas y capacidades técnicas.
¡Lo estoy logrando! Después de nuevas peleas me coroné campeón nacional Gallo y quedé rankeado para pelear el 15 de mayo de este año 1987 el título mundial de la Federación Internacional de Boxeo. Será en la Plaza de Toros de Cartagena, ante mi público.
«No pasé del quinto asalto de los quince pactados»: me digo tirado en la lona frente al estadounidense Kelvin Seabrooks entre la confusión del nocaut y ante una afición que empieza a sospechar de mi afinidad con la droga, aunque la pelea iba bastante apretada.
Mi apoderado me cambió el entrenador, me puso uno peor, pues este me trae droga al mismo gimnasio. Aunque volví a ganar, luego de dos triunfos perdí, esta vez ante Luis «Chicanero» Mendoza, contra quien peleé sin entrenamiento y el peso de las 122 libras lo di a punta de «basuco».
Sentado cabizbajo en un taburete recostado en una de las paredes del gimnasio me doy cuenta que la última década de mi carrera boxística ha sido de decadencia, con más victorias que derrotas, sin embargo, por primera vez sumo dos caídas consecutivas, además llevó dos años sin pelear.
Se acabó mi boxeo y de este no me quedó nada, todo el dinero, así como vino se fue en cocaína, la droga que me acompaña desde 1991, incluso he recurrido al delito para saciar mi adicción a ella.
De repente, veo a alguien entrando al gimnasio, giro la cabeza para ver mejor, es «Pine».
— Oye, “Máscara” necesito hablar contigo — Me dice después de un efusivo saludo que borra en segundos años de distanciamiento. Su semblante es muy serio, por eso me acerco a él para ponerle atención.
— Por ahí un policía amigo mío me dijo que tú estás sentenciado y que en cualquier momento te van a matar, si sigues robando en el sector de Chambacú —
— ¿Verdad, “Pine”? — Le pregunto con los ojos bien abiertos e impresionado por lo que acabo de escuchar.
— Sí, dijo que te metes a las casas a robar macetas y cuando te descubren las tiras y las rompes. Ya los vecinos pusieron la denuncia ante la Policía, porque al parecer también andas atracando, amenazando a la gente con machete —
“Pine” me invita a una tienda ubicada diagonal al gimnasio a comer pan con chicha, al terminar, yo lo quedo mirando y él me observa con cara de preocupación. Sin pensarlo me acerco a él y lo abrazo sin poder contener el llanto.
— ¿Ajá, y por qué lloras? — Me dice con su cariño de siempre.
— Nojoda, “Pine”, yo estoy perdido en la droga, quiero dejarla, pero no puedo — Le cuento con voz quebrada.
— Mira, Leónidas Asprilla también está perdido en el vicio y cuándo le hace falta la dosis y no tiene plata el hijo del «Perro» y sus amigos se aprovechan de él, lo obligan a que les haga sexo oral a cambio de la droga. Dicen que hasta lo han violado. Sí tú no quieres terminar como él, retírate de eso — Me dice «Pine» con carácter. Yo quedo mudo y mirando lejos.
La ansiedad vuelve a inundar mi cabeza, ya no encuentro más formas de engañarla para evitar ir a robar y seguir alimentando este vicio. Quizás si voy de visita al gimnasio «Chico de Hierro» a ver entrenar a los boxeadores, logre disipar una vez más esta agonía.
«No quiero terminar como terminó Leónidas», pienso al entrar al gimnasio donde veo a tres pugilistas entrenando. También observo a Carlos Arturo Osorio recostado en una silla con su gorra puesta en la cara, aparentemente está dormido.
Inesperadamente, mi espíritu juguetón reaparece llevándome con sigilo hasta donde está él, se me ocurre quitarle la gorra y salir corriendo hacia afuera, lo hago y reacciona adormitado persiguiéndome por los alrededores del gimnasio.
Pensando que mi acción es solo un intento desesperado de derrotar una vez más los síntomas de mi adicción y recordar viejos tiempos, me detengo y él me alcanza. En medio del forcejeo yo le arrojo la gorra al suelo para pisoteársela y provoco un infinito enojo a mi amigo y más reciente entrenador. Con él acostumbraba a tener esta clase de juegos rudos.
Acabada la refriega, Carlos entra débil al gimnasio y toma de nuevo su asiento, mientras tanto, Martín Valdés, uno de los boxeadores, va en busca de un plato de sopa para reanimarlo, él solo bebe un sorbo y con voz temblorosa dice que se siente muy mal.
Entre varios trajimos a Osorio al Hospital San Pablo, aquí lo estabilizaron y lleva seis horas en observación; cuando se sintió mejor se bajó de la camilla y empezó a pedir que le quitaran las sondas para irse a casa.
Ya en su hogar, Carlos pasó bien la noche de ayer viernes y la mañana de este sábado 25 de agosto de 2001, pero entrada la tarde le vino un fuerte dolor en el pecho y por eso sus familiares lo llevaron a la Clínica Madre Bernarda, en donde no lo quieren recibir.
«Los familiares del entrenador corrían a llevarlo a otro centro asistencial, cuando desafortunadamente falleció en el camino»: dice el desenlace de la trágica noticia que se esparce por los rincones de Cartagena, el país y el mundo a modo de escándalo con un señalamiento contra mí, como responsable del deceso.
En los periódicos y la televisión están diciendo además que yo le propiné golpes en la cabeza contra una pared. Yo no hice tal cosa y quienes están atestiguando eso ni siquiera estuvieron en el lugar, me repito cada segundo tratando de convencerme de que no soy un criminal.
El temor de ser linchado me hace buscar un escondite y mi conciencia limpia puja para entregarme, al mismo tiempo, las autoridades siguen mi rastro y abren un proceso judicial por homicidio culposo con base a una denuncia presentada por familiares de Carlos.
En audiencia ante la Fiscalía me declaré inocente, luego se conoció el dictamen de la necropsia, esta señala que el fallecimiento de Osorio se produjo por un paro respiratorio a raíz de una obstrucción pulmonar, presión arterial alta y problemas de salud previos. Me declararon absuelto.
Después de permanecer detenido casi una semana, me devolvieron destruida mi libertad. Ya no me sirve, porque en los barrios Fredonia, Chiquinquirá y República de Venezuela, donde habitaba Osorio, la gente se confabula para atraparme. «Pine», quien dentro de esa multitud es una de las pocas personas que cree mi versión, ha venido a advertírmelo.
— Maturana ¿Tu familia está en Sincelejo, verdad? Tú deberías irte para allá y no volver más a Cartagena. Porque aquí hay mucha gente que quiere que pagues con tu vida la muerte de Osorio — Me aconseja como un padre cuando tiene a su hijo en aprietos.
Enseguida pienso en Betty Narváez Terán, la madre de mi hija de 9 años y quien me ha soportado tantas cosas. Hace tres años ella se fue enojada para Colosó, su tierra. Ese día Betty me encontró una bolsa de cocaína y de la rabia me hirió con un cuchillo en la mano izquierda.
Un tiempo después fui a su pueblo con el pretexto de ver a mi niña, recordamos bellos momentos que pasamos en Cartagena y le prometí no volver a consumir drogas, ella me dio su perdón, reconquisté su corazón y empezamos de nuevo.
Hace cuatro meses a ella le asesinaron varios familiares en Colosó por eso decidimos irnos a vivir a Sincelejo con su mamá, quien compró una casa en el barrio Villa Mady para huir de la violencia de los Montes de María.
Nosotros nos salvamos gracias a su idea de vestirnos con ropa oscura todas las tardes e irnos a dormir a los cañaverales cerca al pueblo, así evitábamos que los violentos nos encontraran y masacraran en la vereda La Esmeralda.
La casa de Sincelejo tiene una sola habitación, allí inicialmente nos alojamos con 14 familiares, luego levantamos un ranchito en un lote prestado ubicado cerca a un arroyo que se inunda en invierno y se lleva nuestras gallinas y cerdos.
De allá vengo mensualmente acá a Cartagena para cobrar un auxilio de la Alcaldía, aseo las cosas que aún tengo en el gimnasio donde viví y posteriormente regreso, sin embargo, esta vez me dieron ganas de consumir y para evitarlo se me dio por ir al «Chico de Hierro» y allá le hice esa broma a Osorio que se convirtió en mi nueva gran tragedia.
EXILIO EN SINCELEJO
Estrenando este exilio que me regaló el destino ha llegado Carmen, mi segunda hija y mi nueva inspiración para ir a conseguir diariamente el sustento de mi familia, cargando bultos en el mercado y vendiendo boletas de mis rifas en las calles de Sincelejo.
Los fines de semana también me «rebusco» cargando los bates de un equipo de softbol de veteranos, y recogiendo pelotas detrás del home play en el Estadio 20 de Enero en los partidos de béisbol profesional del equipo Toros de Sincelejo.
A veces desde las gradas personas indiscretas me gritan: «para eso fue que quedó el campeón mundial de boxeo, asesino. Estás jodido», pero yo no les pongo cuidado, sigo concentrado haciendo y ganando mi mejor pelea, la pelea contra las drogas, la cual me supone un esfuerzo diario, olvidar mi pasado y mantenerme enfocado en el futuro.
Termino una jornada más vendiendo boletas de mi rifa de una lavadora, no ha sido un día normal, presiento que algo malo me va a suceder, quisiera no regresar a casa. Sin duda el terror me ha invadido de nuevo y una parte de mí vuelve a culparme de la muerte de Carlos Arturo Osorio.
Y es que por ahí unos vecinos le informaron a mi mujer que un hombre con actitud sospechosa ha ido varias veces al barrio preguntando por mí, afortunadamente no me ha encontrado. Todo eso me tiene angustiado y en las noches, cuando es hora de regresar a casa, aumenta mi temor y vuelven mis delirios de persecución.
Arrastrando esta pesada carga emocional atravieso el Parque Santander, camino despacio por el atrio de la Iglesia San Francisco de Asís y bajo por sus escalones dispuesto a cruzar la calle, cuando de repente una camioneta blanca me intercepta y desde ella un hombre me llama:
— ¡Maturana! Súbete a la camioneta— El desconocido me mira a los ojos, yo observo a mi alrededor buscando por donde huir.
El extraño insiste: — Súbete a la camioneta, vamos a hablar— Su voz imponente no me transmite confianza alguna. Mis piernas permanecen inmóviles y solo me alcanza para hablar en voz alta con el fin de que queden testigos: — Ah, ¿usted es el que me anda buscando hace varios días, verdad? ¿Para qué, para matarme? —
El hombre desciende del vehículo sin armas y se dirige hacia mi desarmado de toda mala intención, me abraza y me dice: —Te ando buscando porque quiero regalarte una casa —
Estando hospitalizado, el caritativo hombre le pidió a su esposa ir por el periódico El Heraldo y al terminar de leer una nota sobre mi precaria situación, le contó: «yo le prometí a Dios, que sí me sacaba de esta enfermedad, haría una obra de caridad con alguien necesitado y ese alguien es esta gloria del boxeo».
Yo recibí aquel regalo con mucha gratitud en mi corazón tomándolo como una señal de que Dios me había perdonado. Ahora, cuatro años después, he alcanzado mis primeros 50 abriles, ellos han llegado con mi inclusión en el programa Glorias del Deporte de Coldeportes por mi título mundial amateur, gracias a esto obtuve una pensión vitalicia.
La pensión que tanto esperé por haber conquistado el título mundial amateur, el único que hasta el momento ostenta Colombia, no fue fácil de conseguir, sin embargo, ya está aquí y con ella he empezado a darle a mi familia una mejor calidad de vida.
Personas envidiosas y mal intencionadas intentaron hacer creer al Gobierno nacional que mi título mundial no tenía ninguna validez tal como lo hizo en su momento mi padre, al final, varios amigos me defendieron y juntos vencimos.
Con mi jubilación, Betty, nuestra hija mayor ha accedido a la universidad, empezó la carrera de psicología. Por su parte, Carmen mi segunda hija tiene asegurados sus estudios universitarios, ella quiere ser administradora de empresas.
La vida pasa rápido. Es miércoles 11 de septiembre de 2013, me movilizo como parrillero de un mototaxi, voy desde mi casa a visitar a un amigo y súbitamente un fuerte golpe vuelve todo oscuridad.
Sin saberlo, estoy entre agua sucia, lodo, piedras y sangre, mi cuerpo no se mueve, escucho voces lejanas repitiendo frases que no entiendo; ahora las oigo cada vez mejor y hasta las comprendo, al parecer me voy acercando.
Ellas son almas reprendiendo sin cesar el demonio de la muerte para que vuelvan mis signos vitales, me alejo de nuevo, es una dura batalla contra una fuerza descomunal ya vencida, estoy cerca otra vez, abro los ojos y escucho gritos de júbilo.
Al fondo se oye la sirena de una ambulancia que viene a recogerme, paramédicos y policías me sacan del arroyo de un pequeño puente a donde fui a parar. Los uniformados son ayudados por esas mismas personas que resultaron ser compañeros de la iglesia a la cual asisto con mi familia los domingos.
Tengo traumas en cráneo, cuello y abdomen, además, la parte posterior de mi pierna derecha está destrozada. Es el diagnóstico que entregan los médicos, cuando yo todavía estoy aturdido en la fría camilla de una clínica, sin saber qué me ocurrió.
«La imprudencia del conductor, que pasó de un carril a otro montándose al separador de la carretera, ocasionó el impacto contra un vehículo que sacó a «Máscara» Maturana de la motocicleta yendo a caer debajo de un puente», escucho que dicen en mi pequeña radio.
Hoy a mis 64 años de edad, no solo por haber vencido las secuelas de aquel accidente, sino también los demonios de la adicción a las drogas que por poco acaban conmigo, la agresividad, la traición, el desamor de mi padre, la frustración, la acusación de cientos de personas, la pegajosa pobreza, e incluso a la muerte, me siento un hombre digno y grande, no por haber sido campeón mundial, sino porque reconstruí mi hogar y contra todos los pronósticos posibles, después de todas aquellas veces que desee no estarlo, estoy orgulloso de estar vivo.