
El boxeador colombiano Mauricio Pastrana narra su infancia hasta su salto al profesionalismo con una honestidad brutal, de forma visceral y desgarradora.
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CAPÍTULO I
ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.
Anochece, y el miedo me apretuja el pecho. No es por la oscuridad. Mis pies están cansados, mi estómago vacío, y sé que lo peor está por pasar, aunque tal vez hoy vaya a ser diferente.
Llego a casa; mis manos tiemblan mientras entrego el dinero. Ellos lo cuentan despacio, como si el tiempo no importara. Terminan. Ella lo mira a él, y escucho el sonido de la correa deslizándose.
Mi espalda arde, y una idea se aferra a mi mente: mañana tomaré el dinero de la venta y me iré lejos. No aguanto más correazos.
Mis ojos se cierran, y en un parpadeo, el sol aparece, anunciando el día de mi libertad. Hoy voy a ser libre, como un río que corre sin detenerse: sin que nadie lo obligue, sin que nadie me use más para vender pan.
No sé a dónde voy ni qué me espera en el último pueblo adonde llegue este carro. Pero algo sé: no miraré atrás.
El ruido del motor apenas se escucha; en cambio, los latidos de mi corazón retumban como un tambor, golpeando con fuerza.
El campero avanza, atraviesa veredas y va dejando pasajeros en cada una. Yo sigo aquí, en silencio, viendo cómo el paisaje cambia frente a mis ojos.
La ruta termina. El conductor se baja, revisa con cuidado, como si buscara algo más, y ahí estoy yo, medio escondido en la parte de atrás.
—Ajá, niño, ¿y tú con quién venías? —pregunta, frunciendo el ceño al verme.
—Vengo solo… estoy buscando trabajo. No tengo mamá ni papá —respondo con un nudo en la garganta, mis lágrimas amenazan con salir.
—¡Erda! Tremendo «chicharrón» me acabo de ganar —murmura, rascándose la cabeza.
No dice nada más. Me ayuda a bajar y me lleva a la cabina. Me siento en la orilla, apretando las manos contra mis piernas. Él arranca otra vez y, entre silencios, me mira de reojo.
—¿Dónde vivías tú? —pregunta, agarrando el volante con fuerza.
—En el barrio Cantaclaro, en Montería… con una familia que me tenía desde que era bebé —respondo despacio, sintiendo que cada palabra pesa.
Se queda callado un rato. Parece que está imaginando algo. Cuando vuelve a hablar, su tono cambia: suena más serio.
—¿Y por qué te escapaste?
Bajo la mirada y empiezo a mover las piernas sin darme cuenta.
—Porque me pegaban… y me cansé —respondo, con un nudo en la garganta que empieza a soltarse—: Me mandaban a vender pan. Como nunca fui al colegio, no sabía contar, y me engañaban. Volvía con el dinero incompleto y me daban correazos. A veces me metía en los bares a pedir para completar lo que faltaba y evitar que me pegaran, pero ya se hacía casi medianoche. Hoy fue distinto: tiré la ponchera al río Sinú y, con la plata que tenía, me subí a este carro hasta donde me llevara.
El campero entra en una vereda que llaman El Pantano. Llega a una finca, y el conductor baja.
—Jorge, mira, como siempre recogiendo los hijos que dejas en la calle —le dice al cuidandero, riéndose como si fuera un chiste.
Se sienta y le cuenta lo que pasa conmigo. Yo escucho todo desde el campero, con las manos sudando. No sé si esto es mejor o peor que lo que dejé atrás, pero no digo nada. Sólo espero
—Tú no tienes hijos aquí. Quédate con él, termínalo de criar, y él te ayuda haciendo los mandados. El cuidandero acepta, aunque asustado.
Me cuesta aprender, pero la rutina del campo se convierte en parte de mi vida. Arreo el ganado al caer la tarde, ordeño vacas al amanecer, corto leña para el fuego y saco agua del pozo. Todo a cambio de comida y un techo. Al menos aquí los días no terminan con correazos.
Saber todo este oficio me ha traído a una hacienda más grande. Aquí todo parece mejor, aunque siento una extraña sensación, como si algo me empujara a regresar al lugar donde juré nunca volver. No sé por qué siento que debo devolver aquel dinero.
Llego y me reciben con miradas de sorpresa mezcladas con burla. Aunque he crecido, me sigo sintiendo pequeño bajo sus ojos.
—¿Negro? ¡Apareciste! Creímos que te habías ahogado en el río —dice uno de mis padres adoptivos apenas me ve.
El comentario cruel toca algo profundo en mí, y descubro que el río Sinú contiene uno de los pocos recuerdos felices que conservo de esta casa.
La tensión llena el ambiente, y la tarde se alarga, mientras la noche se va acercando, fría, silenciosa y sin amor.
Les devuelvo el dinero con intereses, me quedo sin nada y ellos me ofrecen una esquina de la sala y unos cartones para dormir.
LA SANGRE LLAMA
Con los primeros rayos del sol, la incomodidad me obliga a salir de este rincón. Me siento afuera y observo la invasión donde viví. Todo sigue igual, enmarcado en pobreza. Parece que aquí el tiempo está congelado.
Recorro el barrio con la mirada y noto a dos muchachas morenas haciéndome señas desde la casa de enfrente. Dudo un instante, pero la curiosidad me empuja a cruzar la calle.
—Hola, niño. ¿Cómo estás? Entra y siéntate —me dice una, mientras la otra me sonríe y me ofrece un café.
Antes de que pregunte algo, la primera añade:
—Espera un momento, mi mamá se está bañando, pero quiere hablar contigo.
De una habitación sale una mujer mayor, el cabello mojado y envuelta en una toalla. Sus ojos me miran fijamente, como si buscaran algo en mí. Siento que mi respiración se detiene. El silencio se vuelve incómodo, hasta que una de las muchachas lo rompe:
—Negro, Carmen es tu tía. Y nosotras somos tus primas.
La noticia me envuelve como una ola de felicidad. No puedo contenerme:
—¡Esto es lo mejor que me ha pasado! Mi tía sonríe y me abraza. Es la primera vez que siento el calor de una familia, algo que nunca supe que existía. Además, estreno ropa y zapatos nuevos.
La misma emoción amanece conmigo, pero veo a mi tía empacando maletas. Mi corazón se detiene un segundo al verla.
—Negro, me voy para El Bagre, Antioquia. Allá es donde vivo con mi esposo. Aquí solo vine a visitar a mis hijas.
La angustia amenaza con invadirme, y antes de reaccionar, ella pregunta: —¿Quieres irte conmigo? Sin dudarlo, respondo: —¡Sí, claro!»
Piso El Bagre y, enseguida, me llegan vientos de cambio. Ya no soy simplemente ‘El Negro’. Carmen y su esposo me registran y me bautizan: Mauricio Antonio Pastrana Tapias. Son los apellidos de mi madre; me enorgullece llevarlos, aunque no la conozco.
Carmen y su esposo me introducen en la minería. El brillo del oro guía mis días, intenta atraparme para siempre bajo tierra, rodeado de oscuridad y peligro. Y el fruto de este esfuerzo siempre acaba en manos de ellos.
Aunque ese brillo consume mis días, algo me llama fuerte afuera, me arrastra hacia un nuevo horizonte. De regreso a casa, escucho golpes secos contra sacos, mezclados con exhalaciones rápidas y cuerdas tensas. Intrigado, me acerco y lo veo: un gimnasio de boxeo.
Richard Varilla, un boxeador y artesano nómada que se instala cerca, nota mi curiosidad.
—¿Por qué no entras? —me dice, señalando la puerta del gimnasio.
Doy un paso al frente y cruzo el umbral. Todo cambia. Por primera vez, siento los guantes en mis manos, y algo dentro de mí encaja. Este es mi camino.
En la mina, mi mente sigue el rastro del gimnasio. Cada golpe allá pesa más que las piedras que arrastro aquí. Sé que tengo que elegir, y lo hago. Elijo lo que me hace sentir vivo, aunque me cueste todo. Dejo la mina atrás y subo hacia mi paraíso.
El boxeo es mi nueva ilusión, aunque no todos lo entienden. Mi tía, con rostro serio y tono tajante, me lanza su sentencia: —El boxeo es para flojos. No te va a dar nada bueno. Déjate de esas cosas.
El silencio, aunque espeso, no me detiene. A mis 14 años, esto es lo único que tiene sentido. Sigo entrenando con disciplina, guiado por el profesor Fulgencio Sepúlveda. Los días pasan, y con ellos, me preparo para el intercambio entre clubes de Córdoba y Antioquia, mi debut.
Finalmente, ha llegado mi momento. Mi primera victoria: un nocaut en el segundo asalto.
La ovación de los presentes y los buenos augurios de quienes saben de esto y me han visto en el ring, confirman lo que empiezo a creer con fe inquebrantable: mi destino está en el boxeo.
Sin embargo, mi ilusión recibe un golpe. La chispa del boxeo en el pueblo comienza a apagarse. Las veladas escasean, y me siento atrapado, sin muchas opciones para seguir peleando.
—En mi tierra hacen veladas casi todos los fines de semana. Si quieres, vámonos para allá —me dice Richard con entusiasmo.
—Allá viven mis abuelos y conozco a varios entrenadores —añade, seguro.
—Sí, vámonos —respondo sin dudarlo.
Con emoción y algo de nervios, empaco mis “mochos” de jeans y camisetas. Estoy listo para seguir luchando.
Las ganas de un futuro en el boxeo me llevan a Sincelejo. Salto de un gimnasio a otro, respiro el ambiente del boxeo sincelejano, conociendo a muchos entrenadores, como Humberto Vargas, quien forma peleadores en el patio de su casa.
El cansancio del viaje y este recorrido increíble me superan, y pronto nos vemos buscando refugio en la casa de los abuelos de Richard, en el barrio Mano de Dios. La tranquilidad de la noche alivia el agotamiento.

Mauricio Pastrana, nació el 20 de enero de 1973 en Patio Bonito, vereda de Montería.
A LA DERIVA
Amanece, y la calma se quiebra como un cristal. Richard no está. Fiel a su espíritu nómada, se ha marchado sin aviso, dejándome a la deriva, como un barco sin ancla.
—¿Y ahora qué? —gruñe su abuelo, con el ceño fruncido.
Intento decir algo, pero su siguiente frase cae como un mazazo:
—Richard es así. Le gusta ir de pueblo en pueblo. Y tú no puedes quedarte. No te conocemos.
Me quedo allí, inmóvil, la mirada perdida en el vacío. En medio de la confusión, un nombre aparece en mi mente como un salvavidas: Humberto Vargas. ¡El entrenador!
Recojo mis pocas pertenencias, agradezco con una voz apenas audible y salgo rápidamente hacia el barrio Uribe-Uribe. Llego a la casa del profesor ‘Varguitas’.
—Mira, Mauricio, lo único que te puedo ofrecer es esta tabla de abdominales para que duermas.
La tormenta amaina, pero la inquietud sigue viva dentro de mí. La ansiedad me carcome, y mi mente no se detiene hasta que aflora una idea: ir al mercado a ganarme unos pesos cargando bultos.
La idea da resultado. En las tardes regreso a donde ‘Varguitas’ con lo poco que me queda en el bolsillo después de almorzar y entreno bajo su atenta mirada. Mis brazos arden, mis piernas pesan. Hoy no es la excepción.
Agotado, me quedo dormido en el gimnasio, entre el eco de los golpes en los costales y el olor penetrante del sudor seco. Cada día sigo igual: entre el mercado y el gimnasio, aferrado a la esperanza de que, algún día, la vida cobre sentido.
El carpintero del barrio se convierte en mi nuevo amigo. Entre charlas, le cuento que llevo más de un mes durmiendo sobre una tabla en el gimnasio. Me observa en silencio, sorprendido, y luego dice:
—Tengo una hamaca en el taller. Si quieres, puedes quedarte ahí y cuidar en las noches.
No lo dudo ni un segundo.
El bullicio del mercado me permite ver a un vecino que es maestro de obras. Aunque no sé nada de albañilería, me atrevo y le pido trabajo. Me mira con desconfianza y me lanza la pregunta:
—¿Tienes experiencia?
—No, pero aprendo rápido.
Me observa fijamente, como si quisiera medir mi sinceridad, como si estuviera pesando mi determinación. Pasan unos segundos de silencio y, finalmente, dice:
—Empiezas mañana.
Mi esfuerzo no pasa desapercibido. El maestro me da trabajo en su obra y, además, hospedaje en su casa.
Lo que él no sabe es que la albañilería también es parte de mi entrenamiento. Cada mezcla de cemento, cada ladrillo cargado, fortalece mis brazos y refuerza mi sueño de ser campeón mundial.
Días y semanas se acumulan, al igual que mi número de peleas. Mi récord amateur es de 54 peleas, la mayoría ganadas por nocaut. Una parte de mí siente orgullo, pero otra siente un vacío. Ya no hay rivales dispuestos a subirse al ring conmigo. ‘Varguitas’ y yo sabemos que es el momento de dar el salto al profesionalismo.
El problema es que ‘Varguitas’ no tiene contactos con empresarios, y en toda la región solo hay uno: Iván Feris. Su reputación no es la mejor, y mi entrenador desconfía de él. Dicen que exprime a sus boxeadores.
Feris me ha visto pelear e incluso ganarle a varios de sus boxeadores. Lo he notado en su mirada: él me quiere en su Club «El Pintoso».
—“Varguitas”, ajá, va a tocar ponerle la cabeza a Feris —le digo, esta vez sin rastro de broma, pues he firmado con él a escondidas. “Varguitas” se entera y se enoja mucho conmigo.
El destino me espera. En el calendario del gimnasio del Club El Pintoso, tengo marcada la fecha: 7 de junio de 1991.
A medida que ese día se acerca, los entrenamientos se vuelven más intensos. Me adapto rápido, como cuando me enfrento a rivales zurdos.
La vida de deportista profesional va marcando mi rutina, y aunque los días son más exigentes, me acostumbro a la carga.
En la casa de Iván hago mandados, riego las plantas y mantengo todo en orden, mientras mi cuerpo se acostumbra a los entrenamientos más rigurosos.
Antes de entrenar voy a la fonda del mercado. Todos los días almuerzo allí. Mi apoderado cubre los gastos.
Allí siempre la veo a ella, una chica hermosa, se llama Maludys. Creo que le gusto. Es la hija de la dueña del restaurante. Espero encontrarla hoy también:
—Hola, Maludys. ¿Qué hay para almorzar hoy?
Ella me recibe con una sonrisa, feliz de verme.
—Tenemos pescado y pollo. ¿Cómo te sientes para la pelea de mañana?
Le devuelvo la sonrisa mientras tomo el plato de sopa que me sirve como entrada.
—Me siento muy bien. He entrenado fuerte. Hoy quiero pescado.
Maludys ríe suavemente y, antes de ir a la cocina a prepararlo, dice:
—Te voy a traer el mejor, para que estés fuerte y hagas una buena pelea.
Dejo la sopa por un instante y nos miramos, intercambiando una risa cómplice.
—Muchas gracias, ya verás… No solo voy a hacer una buena pelea, voy a ganar.
La noche finalmente llega, y la pelea está a la vuelta de la esquina. El cuadrilátero en el teatro de San Onofre brilla bajo un techo de estrellas. El aire está cargado de expectación. Los gritos de la multitud me rodean, mientras el palpitar acelerado de mi corazón se mezcla con la vibración del lugar.
Frente a mí está Allende Rudiño. Me venció en amateur, y esta vez, voy a hacer que sea diferente.
Suena la campana. Salgo con decisión; mis puños son trincheras: mi defensa, mi ofensiva. La estrategia es clara, la ejecución precisa. En el segundo asalto, la oportunidad se abre. Un golpe certero, definitivo. Allende cae.
La multitud estalla. La vibración del piso y el eco de sus gritos retumban en mis huesos. Aquí comienza mi verdadera historia…

Mauricio Pastrana y su eterno preparador físico, Alonso Madrid.