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Mauricio Pastrana: Cuatro coronas y una misma pobreza (Cap. 2)

ANSV  

Mauricio Pastrana escarba en su memoria y nos lleva al corazón de su historia, donde el boxeo le dio gloria y le reveló el rostro de sus padres.

VIDEO: PEQUEÑA INTRODUCCIÓN DE LA CRÓNICA ESCRITA (Haga clic abajo)

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CAPÍTULO II

ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.

Un eco de carcajadas retumba en el frío mármol del lobby de un hotel. Mi esquina y yo nos reímos del sufrimiento que tuve que atravesar para dar el peso y quedar listo de cara a mí pelea de mañana.

En medio de las risas, mi mirada se pierde en el reflejo de las lámparas del techo. En un parpadeo, mi mente proyecta imágenes fugaces: me veo escupiendo sin parar, ahogado en sudor, metido en una sauna hasta el límite de lo soportable.

Sacudo la cabeza y vuelvo a la realidad. Observo a una señora subiendo lentamente las escaleras de la entrada. Su rostro está marcado por el dolor, un sufrimiento que hace que mi «calvario» se disuelva por completo.

Inmediatamente, meto la mano en el bolsillo y saco un billete de 5 mil pesos para dárselo como limosna. Ella alcanza a ver mi gesto y, con una sonrisa, me dice:

— No, mijo. Yo no vengo a pedir plata, vengo a preguntar por el boxeador Mauricio Pastrana.
Mi esquina y yo nos miramos, sorprendidos, casi a punto de soltar otra carcajada.
— Sí, doña. Dígame, soy yo. ¿Qué se le ofrece?
— Es que necesito hablar contigo, algo personal —responde, mirándome a los ojos, como esperando un momento a solas.
— Claro, hábleme con tranquilidad. Ellos son de mi entera confianza —le contesto, la invito a sentarse y a tomarse una gaseosa.
— Mauricio, yo te ando buscando porque yo soy tu mamá.

Una alegría inexplicable me llena, tan intensa que supera cualquier sorpresa. Sin pensarlo, la abrazo con fuerza. Las lágrimas brotan de nuestros ojos, como si alguien las exprimiera, y se consolida un llanto de madre e hijo.

—Madre, esto me hace muy feliz. Conocerte en vida es la mejor de mis victorias.

—Mauricio, cuando te tuve, apenas tenía 13 años. Mis hermanas me dieron la espalda y, con un bebé, no me daban trabajo como sirvienta. No tuve opción. Te dejé con unos vecinos, esperando que quisieran criarte.

Al notar que no hay resentimiento en mí, su rostro se transforma: solo queda felicidad. Algo en ella sana, aunque el desgaste al que la ha sometido la vida aún marca su piel.

La invito a almorzar y acepta con alegría. La visita pasa rápido y, antes de que termine, le entrego dinero, cuatro veces más de lo que iba a darle cuando pensé que era una limosnera.

Nos despedimos. La veo alejarse, llevándose algo más que el dinero: tranquilidad en su alma. También lleva en sus manos comida y tiquetes para la pelea.

El eco de sus palabras, “Mauricio, yo soy tu mamá”, retumba en mi mente. Mi esquina me observa en silencio, respetando el momento; sabe que necesito procesar lo que acaba de ocurrir.

Por la mañana, despierto diferente, más ligero, como si un peso invisible hubiera desaparecido. El día transcurre casi sin darme cuenta, las horas se escapan. Anochece, ya estoy listo, con los puños ansiosos para subir al ring.

De repente, una voz suena en el aire y me presenta ante el público: “Un invicto de catorce peleas, doce ganadas por nocaut, es su record en el ranking mundial de los Minimosca, con cinco años como profesional”.

La campana suena, y su eco metálico se extiende por todo el coliseo ‘Happy Lora’ de Montería. Es viernes 16 de agosto de 1996. Peleo en mi tierra casi por primera vez, pero soy un desconocido aquí. El ídolo local es Luis ‘Trencito’ Doria, mi rival de esta noche.

Aunque el público está de su lado, no estoy solo. En las gradas, una barra liderada por mi madre me alienta con todas sus fuerzas. Vino acompañada de otros familiares y se ubicó cerca de mi esquina. La escucho animarme sin descanso, gritando mi nombre una y otra vez.

La meta es clara: arrebatarle el título interamericano de las 108 libras al ‘Trencito’. Él también está invicto con 12 victorias. Es difícil, pero no imposible.

Camino por el cuadrilátero con confianza, actitud y coraje. Mis puños lo castigan sin tregua, pero él sigue en pie. ¿Cómo lo hace? No logro entender su resistencia.

Llega el momento exacto: conecto un recto certero al mentón. Lo veo caer a la lona. El árbitro le hace el conteo de protección y él ‘resucita’ de forma innecesaria. Prolongan una contienda que ya tiene un vencedor.

Es el séptimo asalto, mis golpes lo están destrozando. Lo tengo acorralado, lo sé. De repente, decide girar sobre sus pasos y regresa a su esquina. Abandona el combate, y el público estalla en aplausos.

Entre el bullicio, escucho a un periodista decir: «Pastrana no solo confirma su estatus como promesa del boxeo colombiano, sino que gana el derecho de enfrentar al monarca mundial de la FIB, Michael Carbajal».

Ese comentario me muestra en milésimas de segundo que todo lo que he sufrido hasta ahora me tiene preparado ya para enfrentar a Carbajal. Esta es una meta en mi camino, que nunca imaginé tan cercana.

Aunque la noticia llega rápidamente a Carbajal, quien debe enfrentarme como su retador obligatorio según los estatutos de la FIB, se niega a hacerlo. Su rechazo me sorprende. No tengo más opción que esperar.

Ante la actitud de Carbajal, mi frustración crece, pero el magnate del boxeo, Don ‘King’, interviene. Da un manotazo en la mesa y compra la pelea en subasta, además se convierte en mi promotor.

DE ÍDOLO A RIVAL

Y llega el día. Es 18 de enero de 1997. El Thomas & Mack Center en Las Vegas, Estados Unidos, es el escenario en el que, después de años de idolatrarlo, estoy a punto de enfrentar al hombre que me inspiró a ser campeón mundial. Lo idolatro tanto que bauticé a mi primer hijo con su nombre, Michael, y ahora él es mi rival.

Tengo estudiado cada uno de sus movimientos, gracias a videos. Aunque la pelea está pactada a 12 asaltos y no soy el favorito, sé que tengo que jugar mis cartas con inteligencia. Mi entrenador Celso Chávez me ha dado un nuevo enfoque: ser más técnico y efectivo. Carbajal tiene una pegada letal, y no quiero caer en sus garras.

El rey de los minimoscas de la FIB, Michael Carbajal se enfrenta a Mauricio Pastrana.

El rey de los minimoscas de la FIB, Michael Carbajal se enfrenta a Mauricio Pastrana.

Mi esquina me ordena: no parar de lanzar jabs. El tercer asalto avanza, él está en malas condiciones, y yo estoy listo para noquearlo. Pero mi instinto me alerta: ‘Está entero y golpea fuerte’. Decido frenar.

Carbajal tiene el párpado izquierdo roto. En la televisión estadounidense insinúan que fue por un cabezazo, pero yo sé que se lo propiné con un gancho de derecha.

El undécimo asalto llega a su fin. Iván Feris, mi apoderado, se acerca y me dice:

— Estás a tres minutos de ser campeón mundial.

Siento la presión, pero también la claridad. Él me advierte:

— Ahora él va a venir con todo para noquearte.

Me preparo para lo que viene.

El último asalto llega, y el tiempo parece ir a cámara lenta. Cada golpe cuenta en esta cacería de puntos; he logrado conectar dos certeros. El campanazo final suena, y mis brazos se elevan. Sé que lo he derrotado.

El presentador lee las tarjetas en inglés. Busco una traducción en los rostros a mi alrededor. Dos segundos eternos transcurren y pronuncia: ‘The new champion is Mauricio Pastrana.’ Mi esquina estalla en júbilo. Soy el nuevo campeón mundial.

Me levantan entre gritos y aplausos. Un llanto amenaza con salir, pero logro frenarlo, al decirle que no tengo lágrimas con todo lo que ya he llorado en mi vida. Iván me abraza fuerte. ¡Colombia está feliz!

Mauricio Pastrana sorprende y destrona a Michael Carbajal

Mauricio Pastrana sorprende y destrona a Michael Carbajal

El contraste de mi felicidad se refleja al otro lado del ring. Me acerco a Carbajal y le ofrezco un saludo de consuelo. En la entrevista, él dice que iría a mi país por una revancha.

El narrador de la pelea televisada dice: «Pastrana abrumó a Carbajal del sexto al décimo asalto, y luego logró aguantar mientras Carbajal intentaba regresar con un cambio de estilo en los últimos dos rounds».

Mauricio Pastrana gana su primera corona mundial.

Mauricio Pastrana con su primer cinturón mundial.

EL PRECIO DE LA GLORIA

Tras la victoria, me encuentro en Panamá, junto a una piscina que refleja el cielo azul y, a la vez, me enfrenta a una realidad inevitable: la misma gloria que me llena de alegría empieza a convertirse en una amenaza. Estoy al borde de mi perdición.

Mientras yo trato de encontrar equilibrio en Panamá, al otro lado del ‘charco’, en Miami, ya están llevando a cabo la presentación oficial de mi primera defensa. El vocero de Don King anuncia:

—Ha comenzado el conteo regresivo.

El combate está programado para el sábado 10 de mayo de 1997, y mi retador será Manuel Herrera.

—Pastrana no asistió porque se encuentra entrenando intensamente en Ciudad de Panamá, junto a su director técnico, Celso Chávez —comenta el representante de mi promotor.

Iván, desde Colombia, declara a la prensa:

—Él viajará a Miami una semana antes del combate.

Sus palabras encubren la realidad. Mientras tanto, me dejo llevar por la celebración, y el tiempo que me dieron para preparar mi defensa se hunde junto con mi objetivo. Llega el día del pesaje, y con él, la excusa que Iván se inventa:

—Tiene una inflamación en los testículos —intenta justificar mi ausencia ante los presentes.
Enseguida, Félix “Tuto” Zabala, apoderado de Herrera, lanza una fuerte acusación:
—Todo es una patraña. Lo que pasa es que Pastrana no puede dar el peso.

La FIB me despoja de inmediato del título y ordena un combate entre Herrera y el indonesio Anis Roga. La pelea se da. Herrera y Roga se enfrentaron y empataron. El título sigue vacante, así lo informan los periódicos de este 31 de agosto de 1997.

Don King también se entera del empate y ataca de nuevo. Desde su escritorio, logra que una Corte Federal ordene a la FIB que me dé la vacante. Herrera me reta, esta vez venzo a la báscula; bajar cada gramo casi me cuesta la vida. Nos enfrentamos, lo noqueo y recupero el título.

El título está nuevamente en mis manos, pero en este deporte, la gloria dura poco. Las victorias se celebran brevemente, porque ya llega el siguiente desafío.

Es 30 de abril de 1998. Las páginas deportivas publican la noticia que tanto han esperado: hoy, en Fort Lauderdale, Estados Unidos, me alisto para defender mi título mundial por primera vez. Mi rival es Anis Roga, el retador mandatorio.

El escenario no podría ser mejor: el ring está montado sobre la arena, con el mar de fondo. Una multitud impaciente llena el aire de murmullos y vítores. Finalmente, suena la campana. Solo quedamos Roga y yo.

El combate avanza rápido; no va a durar mucho. Llega  el cuarto asalto, conecto el golpe definitivo. Roga cae, y el árbitro detiene la pelea. Mi nuevo nocaut queda sellado, y mi corona permanece conmigo.

Sigo invicto, ahora con 18 victorias, 16 por la vía del ‘cloroformo’, como le llama la prensa. El cinturón mundial de los Minimosca brilla más que nunca. Con él aún en mis manos, mi mente ya se dirige al futuro, donde se perfila mi próximo rival: Carlos «El Puas» Murillo, un panameño temible.

Mi segunda defensa está fijada para el 29 de agosto, pero antes de llegar a ese momento, tengo que enfrentarme a un enemigo que nunca me da descanso: el peso. Es el precio que siempre pago porque me mantienen en esta división.

El infierno de las 108 libras vuelve a estar presente. Cada vez que me acerco a una pelea, este es un desafío constante. Mi cuerpo está al límite: seco, sin un gramo de grasa. Mis músculos parecen esculpidos, como un gallo de pelea, y mi corazón baja hasta 35 pulsaciones por minuto en reposo.

El tiempo parece detenerse mientras me vigilan y me pesan sin descanso. Apenas me arriesgo a beber un sorbo del grifo en el baño, cuidando de no ser descubierto. De pronto, alguien llama y trae una noticia inesperada. La tensión golpea como un puño: el pesaje, que estaba programado para las 5 de la tarde, ha sido adelantado para las 11 de la mañana.

Solo quedan horas. «Varguitas», quien fue mi entrenador en el amateurismo y ahora mi nuevo director técnico, corre a pesarme por última vez. Ya me han drenado hasta la última gota de orín y depilado todo el cuerpo, buscando quitarme el gramos. Subo a la balanza con cautela, sintiendo que mi propio peso es una sentencia, y el resultado es devastador: 300 gramos de más, fuera de la división.

—Es solo medio litro —le escucho decir a Iván, mi apoderado, con tono provocador. Propone una medida radical: sacarme sangre para dar el peso.
Mi entrenador explota:
—¡No, señor! A Pastrana no me lo tocan para cometer semejante irresponsabilidad. Primero me tienen que matar.
Me debato internamente entre la lógica y el miedo. ¿Podría perder medio litro de sangre y seguir en pie para la pelea? ¿Y si me quedo sin fuerzas? Lo peor no es perder el título ni enfrentar la derrota.
—Que se pierda el título —sentencia “Varguitas”, desafiante y salvándome de la muerte.

A Iván no le queda más opción que ofrecer 20 mil dólares al representante de Murillo para que acepte mi sobrepeso y autorice la disputa del título. La oferta es rechazada, y ahora solo nos queda esperar el momento decisivo.

Frente a la báscula, siento que todo está en juego. Respiro hondo y, descalzo, me subo al frío metal. Lo hago con cautela, como si eso pudiera cambiar el destino. El número en el visor lo dice todo: mi corona se desvanece entre mis piernas sin haber pisado el ring.

Salgo del pesaje con una mezcla de rabia y resignación. El título queda automáticamente vacante, pero la pelea sigue en pie. Aunque ya no haya una corona en juego, esta pelea significa mucho más para mí.

No hay tiempo para dudar. La multitud aplaude mientras camino hacia el cuadrilátero. Suena la campana y comienza la pelea. Cada golpe que lanzo lleva consigo mi frustración contenida y el esfuerzo de semanas de sacrificio. Finalmente, el noveno asalto llega. Un último golpe, y consigo el nocaut. Mi brazo derecho se alza, rindiendo honor a mi propia valentía.

Tras mi gran presentación, el apoderado del venezolano José Bonilla se acerca a Iván y firma conmigo una pelea por el título mundial de las 112 libras de la AMB. Es un alivio, aunque no borra la frustración de haber perdido mi corona Minimosca.

En Colombia, la frustración de no haber retenido el título Minimosca me sigue a cada paso. Solo encuentro refugio en los entrenamientos que realizo aquí en la fría Bogotá para el combate contra Bonilla, fijado para el 3 de octubre de este intenso 1998.

La fecha de la pelea se acerca. Junto a los integrantes de mi esquina, voy rumbo a Barranquilla para cumplir unos días de concentración. La preparación ha llegado a su fin, mañana viajamos a Venezuela en busca de una hazaña.

A ver si esta noche logro ser el primer colombiano en conquistar dos títulos mundiales en diferentes categorías”, me digo, con los puños apoyados sobre la espalda de Iván, quien me guía hacia el ring.

Bonilla también se acerca al cuadrilátero. Está decidido a recuperar el título Mosca, algo que considera suyo, que le robaron cuando enfrentó al argentino Hugo Soto, quien luego enfermó y dejó el cinturón vacante.

Van dos asaltos. Sin arriesgar demasiado, descubro el estilo de pelea de mi oponente. Ahora intercambiamos fuertes golpes; así transcurren otros siete asaltos, pero ninguno logra imponerse aún; la pelea sigue equilibrada.

Estamos en el último asalto. Transcurre con total dominio mío. De repente, derribo a Bonilla, así como lo hice en los dos rounds anteriores. El combate termina, y el juez me declara ganador; el resultado es indiscutible. Nadie cuestiona la decisión. Soy el nuevo campeón mundial Mosca de la AMB.

Mauricio Pastrana le gana a José Bonilla

Mauricio Pastrana le gana a José Bonilla en Venezuela y se convierte en campeón de la AMB.

El cansancio pesa en mi cuerpo, pero la adrenalina mantiene mi mente despierta. Mientras abandono el ring con el cinturón en mis manos, me repito que en dos meses debo estar listo para defenderlo.

Los flashes de las cámaras me ciegan por momentos, y los periodistas intentan robarme palabras que apenas logro articular. La emoción sigue vibrando en mi pecho mientras avanzo entre la multitud.

Al día siguiente, con la satisfacción aún latente, emprendo el viaje de regreso a Colombia. En Ciénaga de Oro, Córdoba, me instalo en casa de mi nueva pareja. Su familia me recibe con calidez, y por un instante me permito disfrutar de la tranquilidad.

ENTRE LA GLORIA Y LA DECEPCIÓN

Sin embargo, la realidad no tarda en alcanzarme. Como siempre, después de cada pelea, Iván me «presta» apenas un poco de lo que me pertenece. El dinero se esfuma rápido, y cuando menos lo espero, ya no tengo un solo billete en los bolsillos.

Cada día vuelve a ser una batalla. Necesito otra vez pelear y ganar. Lo sé. Estoy atrapado en el juego de los apoderados: nos mantienen con lo justo para que lo gastemos rápido y nunca dejemos de querer subir al ring.

En medio de esta rutina, Iván me llama. Me informa que ha recibido una propuesta para enfrentar a mi rival obligatorio, Hugo Soto, en unas semanas. Dice que la pelea será en Argentina, con una bolsa de 30 mil dólares.

—¿Pero no firmamos con Don King por 100 mil dólares cada defensa? —pregunto, visiblemente molesto—. Además, soy el campeón. ¿Por qué tendría que ir a su país a pelear?
—Así están las cosas —responde Feris, tranquilo.
—Si es así, no peleo. Que se pierda el título, entonces —respondo decidido.

Dejo vacante otro título mundial, algo que se está volviendo normal. Lo distinto esta vez es la sensación de que mi apoderado me está engañando descaradamente.

La decepción me consume, y lo único que me queda es refugiarme en las peleas de gallos. A veces intento salir a trotar, y con cada zancada, siento cómo me alejo más de la ilusión de seguir vivo en el boxeo.

El sol calienta otra tranquila mañana de marzo. De repente, escucho a alguien preguntar por mí a un vecino. Me asomo a la ventana y veo a Alonso Madrid, mi preparador físico.

Qué raro que haya venido hasta acá, pienso. Al parecer, quiso visitarme. Si tengo suerte, aprovecharé y le pediré dinero. Esbozo una leve sonrisa.

—Hola, Pastrana. ¿Qué haces escondido por acá? —saluda Alonso con un tono que mezcla reproche y sorpresa.
—Descansando tranquilo, profe —respondo, intentando disimular mi inquietud detrás de una respuesta despreocupada.
—Deberías estar en el gimnasio en Sincelejo. ¿Acaso no sabes que en 8 días tienes pelea por el título mundial en Cartagena? —dice Madrid, clavándome una mirada que no admite excusas.
—Profe, nadie me dijo nada y yo no estoy entrenando. Estoy pesando 140 libras —me defiendo, buscando desesperadamente alguna salida a lo que parece un compromiso difícil de asumir.

De repente, mi suegra nos interrumpe y dice:
—Él no va a pelear así, eso es peligroso.

—Bueno, vamos a Sincelejo y hablas con Iván para que aplacen el combate —responde mi visitante.
—Pastrana, ¿qué vamos a hacer de desayuno? —interviene mi mujer.

Yo miro a Madrid a la cara, y él enseguida saca unos billetes del bolsillo.
—Toma, para que desayunemos.

Mi preparador físico aprovecha que ellas van a la tienda, animadas a comprar, para decirme:
—Pastrana, son 10 millones de pesos que te vas a ganar. Además, «El Guapito» Torres no tiene gran cosa y si pierdes no importa, esa no es tu categoría.
—Pero, Alonso, es que estoy muy pasado de peso —alego yo.
—No te preocupes por el sobrepeso, conmigo lo pierdes en tres días. Esta pelea está pactada en las 115 libras y otras veces te he bajado aún más peso.

—Bueno, pero préstame algo de dinero para dejar en la casa— enseguida Madrid me entrega 50 mil pesos, expresando:
—Toma, déjales para el almuerzo y les dices que vas a ir a Sincelejo a buscar ropa y regresas en la tarde—me expresa en voz baja.

Madrid me lleva directo al hotel Panamericano. Me siento como en una emboscada. Antes de llegar, en las afueras, la gente me saluda en la calle y me pregunta:

—Campeón, ¿cómo estamos para la pelea del sábado? Yo me dejo llevar. Me acicalo mientras disfruto de la admiración de mis aficionados.

Iván aparece de golpe. Sin darme tiempo a reaccionar, Madrid se aparta y me deja en sus manos. Mi apoderado me lleva adentro y, en una breve conversación privada, decide enviarme de inmediato a Cartagena para esperar la pelea.

En cuestión de horas, ya me encuentro en el gimnasio ‘Chico de Hierro’, posando para la prensa. Entre murmullos, escucho a los periodistas decir: «Está gordo». Madrid responde: «Pastrana es un boxeador de 108 libras y peleará en 115, por eso lo ven más grueso».

Kid Rapidez me ordena correr 40 minutos. No tengo condiciones, así que troto unos metros. Intento desaparecer un rato, pero mi nuevo entrenador, sin perder tiempo, le pregunta a un bicitaxista si me vio en el camino. El hombre le dice que no, y señala unas matas, donde me encuentra escondido.

Es martes 30 de marzo de 1999. Estamos a tres días de la batalla ante la báscula y solo he bajado 10 libras. Las bebidas de Madrid no han logrado el milagro que Iván espera, para evitar el pago de una multa de 15 millones de pesos.

Me someto a otro día de diuréticos y una eternidad frente al aire acondicionado para deshidratarme. Amanece y, enseguida, me pesan. Estoy 8 libras por encima de la división, y faltan pocas horas para el pesaje oficial.

Con dos libras de más, me coloco frente a la báscula. La balanza no sospecha que mis entrenadores desvían la atención de todos, usando la toalla con la que me cubren desnudo ante la prensa. Elevan la plataforma con los dedos y, ¡milagrosamente, doy el peso!

El apoderado de ‘Guapito’ le dice a Iván que no vio bien el visor. Iván me aparta, casi con un empujón, y me pide que beba rápido mi Gatorade antes de responderle:

—Yo no soy el comisionado, es él —dice con ironía, señalando al hombre de gafas, delegado de la Organización Internacional de Boxeo. Todos salen de la sala, y el entrenador rival se queda mirando un chispero.

Tras el incidente en el pesaje, finalmente llega el día de la pelea. Aún con esa expresión de duda en su rostro, el apoderado aparece con «Guapito» Torres, un rival durísimo. La pelea comienza y me impongo desde el primer asalto.

En los primeros cuatro rounds, contragolpeo con mi jab punzante, aprovechando la ventaja que me da mi estilo. Me siento seguro, dominando el ring.

El quinto asalto viene a cambiarlo todo. En un intercambio, «Guapito» Torres me conecta un golpe que me manda a la lona por primera vez en mi carrera profesional. Me cuesta, pero me levanto rápido y sigo adelante.

Es el sexto round y empiezo a sentirme fatigado. «Guapito» me está presionando constantemente, no me da respiro.

«Kid Rapidez» me grita que ataque abajo. Es la señal. Le obedezco sin pensarlo: suelto un gancho a la pierna de «Guapito» para debilitarlo. El árbitro está mal ubicado y no se da cuenta.

Suena la campana. Termina el asalto. Me dejo caer en el banquillo y respiro hondo. «Kid Rapidez» me agarra la cara con fuerza.
—¡No te quedes quieto! Muévete y suelta el jab.

Siento cómo me aflojan el cordón de la bota. Me pasan una toalla por la nuca y el agua resbala por mi pecho. Falta poco para empezar el nuevo asalto.

—Si se te viene encima —dice «Kid Rapidez», inclinándose hacia mí—, haz como que te tumba y bota el protector al piso. Cuando reinicie la pelea, le muestras al árbitro que no lo tienes. Gana aire.

El plan funciona. Detienen la pelea, piden que me coloquen uno limpio y aprovecho para recuperar el aliento. Sé que estos segundos pueden salvar la pelea.

Otro asalto se va a la historia. Me dejo caer de nuevo en el banquillo, el pecho sube y baja rápido. Alguien forcejea con los nudos de mis guantes.

—Si estás sentido —escucho la voz de «Kid Rapidez», firme, cerca—, levanta las manos. Muestra que se te soltó el guante. Yo me encargo.

Cierro los ojos un instante y respiro hondo. La campana suena otra vez.

En el décimo asalto, me estremece con un golpe, pero no logra rematarme. Me muevo por los costados, a mi estilo, y me amarro en algunos momentos, algo poco habitual en mí, todo para sorprenderlo.

Mi ofensiva llega en ráfagas y, a pesar de los esfuerzos de «Guapito», logro desconcertarlo. La pelea llega a su fin.

«Pastrana lució lejos de su real dimensión, pero le alcanzó para vencer por puntos al venezolano Edinson ‘Guapito’ Torres y agregar un cuarto título mundial a su carrera boxística», dice la prensa.

Mauricio Pastrana derrota en Cartagena a "Guapito" Torres, casi sin entrenar.

Mauricio Pastrana derrota en Cartagena a «Guapito» Torres, casi sin entrenar.

 

 

 

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