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Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Último Capítulo

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Bajo reflectores me bautizan “Mister Nocaut”. Sun City se oscurece y Sincelejo me crucifica con un grito: “No veo.”

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ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.

El ring entrelaza sus cuerdas. Las sogas se tensan como puños. No hay cabezote ni camiseta que defender, solo apuestas.

Piso la lona. Regresa mi vieja piel. Hambre, pasado y fuego hierven en mí. Soy el mismo, pero distinto.

Es primero de septiembre de 1989, mi debut. Mi sudor deja atrás el amateurismo. El árbitro señala el centro. Respiro. Raúl Sánchez me observa con ojos calculadores.

La campana suelta su sonido de metal. Avanza, mide. Esquivo su gancho; mi jab golpea su guardia.

Segundo asalto. Intenta acorralarme. Salgo de las cuerdas y descargo combinaciones. Retrocede.

Round 3. Cañonazos van y vienen. Respiramos fuerte. Cada bloqueo me lleva a mis madrugadas de guardia.

Último round. Esquivo, conecto un uppercut. Tambalea. Lo sigo con un cruzado. Se cubre. Fin del combate.

El árbitro levanta mi guante. Gano por decisión mi primer combate profesional.

Ascenso vertiginoso

Los calendarios se mueven ágiles. Sus hojas caen como gigantes vencidos. Cada mes trae un nombre, un escenario, una batalla. La campana llama; yo respondo.

El amateurismo se disuelve entre ciudades, pugilistas y aplausos con billetes. Diciembre del 89 trae una derrota. 1990 me deja diez victorias. Una furia despierta.

El nocaut es mi idioma. Me aclaman en Sincelejo, Montería, Cartagena. En Colombia no tengo rival. Noqueo en un asalto al estadounidense John Lark, quinto en la FIB. Salerno, Italia, es testigo.

Festejo mis veintiún años con dieciocho nocauts seguidos, casi todos en el primer round.

Sigo la senda de nocauts en el primer acto de “Mano de Piedra” Durán. La lona es mi patria. Y Mane García también lleva un gran récord: dieciocho apuestas por mí, todas ganadas.

La tarde de las canicas yace sepultada bajo diez años de silencio. A mi madre parece no importarle. Está aquí como si nada.

Con una sonrisa nueva y la misma promesa —quedarse— compra una casa. Vivo con ella. Empiezo a amarla. De repente vende la casa. Se va otra vez.

El saco es mi refugio. Descubro que no peleo solo para ganar: peleo para no sentir este viejo vacío. No lloro. Entreno. Golpeo más fuerte. Cada puño busca un ruido que no sé hacer con las palabras.

No hay casa que no se derrumbe ni madre que no desaparezca tres veces. Los años se sienten como asaltos entre 1992 y 1995. Asimilo el dolor sin rendirme. Mi mente aprende a no pensar.

La cuenta de rivales caídos por la vía del sueño llega a veintisiete. Cada uno deja un tatuaje en mi récord.

Las luces me siguen. Las cámaras me buscan. Mi nombre viaja solo, como viento con guantes. Recorro Estados Unidos con mi apoderado Iván Feris.

Entre la habitación y el pesaje del primer combate, me desmayo. Me raspo con la pared. Tambaleo. Subo a la báscula. Casi no doy las 135. Tres peleas, tres nocauts.

Los periodistas Yessi Losada y Norberto Longo de Telemundo y Univisión me bautizan: Soy “Mister Knockout”.

Estoy en la cima, ranqueado en la FIB, el CMB y la AMB. Primer retador. Tras la gloria se esconde una fila eterna.

La fila de invisibles

Freddie Pendleton, campeón Ligero, me rehúye. Busca a Rafael Ruelas. Ruelas lo vence y veo cómo se queda con la corona. Ruelas también me esquiva: apunta a Óscar De La Hoya.

Quieren unificar títulos. La FIB le ordena a De La Hoya enfrentarme antes de agosto. Nos indemniza para que lo espere. Le da a Iván 75 mil dólares. Con mi parte compro una casa. Siento un alivio fugaz.

Frente al televisor espero junto a mi esposa Gesveth “La Batalla”: De La Hoya vs. Ruelas. Finaliza la pelea previa Jimmy García vs. Gabriel Ruelas. Pasa algo espantoso. Quedamos atónitos.

De la Hoya gana. Todos gritan su nombre. El mío está escrito en la orden que tiene. Apago el televisor. Me agarro la cabeza. Regresa la imagen que me conmueve.

Es Jimmy —con quien guanteé hace unos días— noqueado se desploma en su esquina. Semiinconsciente. Lo llevan en camilla. Silencio.

Trece días después, la muerte le decreta nocaut. Estoy en su sepelio. Lo veo en un cajón. Respiro hondo. El boxeo no solo te quita el aire. El espectáculo no se detiene: siguen las peleas por título mundial.

Algo cambia en mí. Entreno y regresan las imágenes de Jimmy. No es miedo a perder, es miedo a no despertar.

Momentos previos a la pele mundialista.

Amilcar Brussa, «Memín» Julio, Iván Feris y Alonso Madrid. // Cortesía.

De La Hoya me tiene miedo

El periódico del 26 de mayo de 1995 llega al gimnasio: «Miguel Julio va por el título mundial contra Óscar De La Hoya”. La fecha: 22 de julio.

Iván sonríe como si hubiera ganado el cinturón. Entrenamiento intenso con Amílcar Brussa en Barranquilla, apunto a Las Vegas.

Del otro lado De La Hoya recibe jugosa oferta para pelear con Genaro Hernández. Yo soy el retador número uno de la FIB. Mi nombre le estorba.

En rueda de prensa dice que para hacer las dos peleas tendría que doparse, que no caerá en eso. Un periodista insiste. De La Hoya explota: afirma que soy “desconocido”, que “no sé boxear”.

Me llaman “pequeño”. Lo veo en televisión, arrogante. Pero yo sé la verdad: me tiene miedo. Siento el impulso de siempre: de mostrar que soy peligroso.

“El Chico de Oro” renuncia a su cinturón. Lo deja flotando, sin dueño. Un golpe que nadie recibe. Sigo entrenando. Esperando rivales fantasmas. Ya más de un año en estas.

La cabeza se agota. No hay psicólogo. Un día el futuro brilla. Al siguiente, se apaga.

16 de mayo de 1995. La FIB actúa: despoja a De La Hoya. Ordena pelea por la faja vacante contra el segundo del ranking: Phillip Holiday.

Contrarreloj en el ring

El teléfono suena. Despierto.

—Memín, prepárate —dice Iván—.

—Peleas con Phillip Holiday en manos de cuarentena días.

El aire se me tranca en la garganta. Llevo más de un mes sin entrenar. Veinticinco libras arriba. Veinticinco razones para dudar. Pesan como piedras.

La noticia ya está en la radio. Todo se acelera. El corazón galopa. No hay tiempo para pensar. Tomo un bolso lleno de dudas. Camino igual: no sé rendirme.

Regreso a Barranquilla. La carretera es eterna. En cada curva veo a los rivales que nunca llegaron. Y a Jimmy cayendo en su esquina.

Entro al gimnasio. Brussa me mira y frunce el ceño.

—¿Por qué te descuidaste tanto, «Memín»? —me juzga, enfurecido.

No respondo. Bajo la cabeza. El gimnasio parece un castigo. Concentración relámpago. Alonso Madrid, mi preparador físico, aparece con pastillas, sudaderas, planes de deshidratación y madrugadas sin tregua.

El cuerpo se escurre. La mente no. Entreno sin pensar, sin dormir, sin sentir. Cada libra perdida me exige una fe que no aparece.

Brussa grita. Yo respiro y golpeo. Intento encontrarme y no me hallo.

Las horas se achican. Los días corren. Treinta y cuatro entrenamientos en un solo aliento. El reloj me gana todos los asaltos.

Pienso en lo que ya no soy. En todo lo que se fue esperando rivales que nunca dieron la cara.

Aun así, la esperanza susurra:

No será Las Vegas ni HBO, pero puede ser tu noche. El cinturón está ahí, servido entre sombras.

Sigo golpeando el saco. Sigo respirando la fe que me queda: Miguel “Mr. Nocaut” Julio vs. Phillip “No Deal” Holiday. Dos destinos chocando porque los demás huyeron del suyo.

Alonso Madrid y Miguel Memín Julio.

Alonso Madrid y Miguel «Memín» Julio, previo a la pelea mundialista.// Cortesía.

Sun City es fría y oscura

Llega la noche. Aún es 19 de agosto de 1995. Sun City no es ciudad ni sol: es una trampa helada. Un escenario para desnudar mi improvisación. Una emboscada como la de Tenche.

Miro mis manos: tiemblan. El cuerpo obedece. La mente no. Mi fe es apenas un hilo entre las vendas.

En el camerino flota linimento. Huele a guantes, a vendajes nuevos, a inseguridad. Afuera, el público golpea paredes como queriendo entrar. Faltaron muchos días de entrenamiento. No sé si vine a pelear o a esconderme.

Iván se acerca y sonríe:

—Si ganas, te compro un Swift nuevecito.

Bajo la mirada. No contesto.

Levanto los ojos y pregunto:

—¿Y si pierdo… cuánto me toca?

Silencio. El rumor del público crece.

Subimos al ring. Himnos. Luces. Holiday me mira con la frialdad del niño de los fritos. Intento sostenerle la vista y mis ojos escapan.

Brussa, enorme, aprieta el hombro de Madrid y susurra:

—¿Estás viendo a tu pupilo?

—¿Qué pasa?

—Está un poco cagón.

Suena la campana.

Round uno. Voy al centro, guardia cerrada. Lo dejo tirar primero. Quiero medirlo. Holiday golpea abajo, arriba, por todos lados. Resisto. Bloqueo. Respiro. Termina el asalto.

Brussa no aprueba mi estrategia de siempre. Holiday gana un poco de terreno. Su esquina lo manda a presionarme en la corta distancia.

—¿Cómo lo sientes, pega duro? —pregunta Iván.

—No le siento la pegada.

Segundo asalto. Salgo con rabia. Busco su quijada. Quiero borrarlo. Le conecto varias. Gano el round.

Tercero. Su cintura vuela. Me fatiga. Me desespera. Lo golpeo en el hígado. Gime.

Cuarto. Quinto. Sexto. La pelea se vuelve montaña. El aire pesa. El cuerpo duele. Holiday insiste. Aumenta su volumen de golpes: no me deja pensar.

Intento mi golpe salvador. No hay espacio. La duda entra donde antes vivía el instinto. No me da oportunidad.

Séptimo. Boxeo con técnica, tal vez es tarde, el control ya no es mío. Todo se me escurre entre los guantes.

Octavo y noveno. Colina arriba. Sun City está a mil metros sobre el mar. Siento cada uno.

—¡No te abras, Memín! ¡Mantén el jab! —grita Brussa.

Los brazos pesan. La guardia cae. Holiday huele la fatiga. Me presiona. Me encierra.

Décimo. Intento acelerar. Llega un golpe seco a la cabeza. La lona me recibe.

Me levanto. Tambaleo. Termina el round. Pómulos duros. Ojos cerrándose. Mente nublada.

Me siento en el banquillo. Holiday, se queda de pie para intimidarme, espera rematarme.

Mis guantes reposan en mis muslos. Quieren seguir buscando el nocaut, ese golpe que siempre me salva. Pero algo cambia.

De repente no veo. No son lágrimas como en aquella pelea callejera. Es la inflamación. Hay murallas donde antes había paisaje.

—Respirá, Memín. Respirá —dice Brussa.

No entra todo el aire que quiero. Intento abrir los ojos. Es como abrirlos dentro de un pozo. Izquierdo: nada. Derecho: nada.

—No veo… no veo.

Brussa se inclina.

—¿Qué dices, Memín?

—No veo —repito. Una, dos, tres veces. Mi voz no parece mía.

Madrid me limpia, inútilmente. Quiero seguir peleando. Encontrar a mi amigo el nocaut. Pero no puedo.

—Hiciste todo lo que podías —susurra.

El árbitro pregunta si salgo. Mis ojos, cerrados, contestan por mí.

La campana suena para Holiday, no para mí. La oscuridad me noquea en el undécimo round.

Holiday levanta los brazos. El público estalla.

Yo me quedo sentado, cabeza gacha, corazón galopando. Lloro. No por esta derrota. Lloro porque lo que me sostuvo todos estos años —mi nocaut— hoy no está.

Me prometo una cosa: sobrevivir para algún día, cuando me deje de importar esto, contarle a mis aficionados, desde dentro, todo lo que estoy sintiendo en este momento.

Miguel Julio Vs Phillips Holliday

La pelea Miguel Julio Vs Phillips Holliday se realizó en Sudáfrica el 19 de agosto de 1995.// Cortesía.

Vuelo al escarnio

Nadie habla desde el hotel en Sun City. Tampoco en el aeropuerto de Johannesburgo. El silencio nos persigue como una sombra.

El avión despega. La derrota viaja con nosotros, dormida sobre el regazo.

Transbordo en el aeropuerto de Brasil. Iván se encuentra con un amigo que viene de Sincelejo. Le advierte:

—Allá la cosa está maluca. La gente está dolida. Lleguen con calma.

Iván asiente, preocupado. Yo no digo nada. Miro por la ventana con audífonos puestos. Sin música.

Aterrizamos en Montería. Iván recoge su camioneta nueva, recién polarizada. Subimos los cuatro.

Voy atrás, mirando el paisaje; pasa rápido. Mi cabeza se congela en imágenes de la pelea.

Estamos cerca de casa. Iván rompe el silencio:

—Cuando lleguemos a Sincelejo, quédate quieto, «Memín». No salgas por unos días.

—¿Y por qué tengo que esconderme? —le digo—. Yo no le debo nada a nadie. A mí la gente no me da de comer.

Iván suspira.

Llegamos. El aire cambia. Las esquinas están llenas. Las miradas atraviesan los vidrios oscuros.

En el parque, un grupo de hombres gesticula. Huele a rabia.

Iván me mira por el retrovisor.

—Esto está caliente —dice.

Alguien grita desde la calle:

—¡No veo!

Giro la cabeza. El grito termina de romperme el alma.

Otro lo repite:

—¡No veo, no veo!

Iván se aferra al volante.

—Te lo dije, mejor quédate encerrado por unos días —insiste.

No lo escucho. Bajo del carro casi antes de que se detenga.

Camino directo a mi casa, con la cabeza erguida, pero como en aquella tarde de las canicas: empiezo a avergonzarme.

Siento miradas, murmullos y risas ahogadas. El pueblo se extiende como un inmenso ring.

Amanece. Camino al parque. Caigo en una trampa de voces. Me gritan. Amagos de golpes caen sobre mí. Regreso a casa. Tiemblo. No es miedo. Es decepción.

—Esperaba consuelo, ánimos para empezar de nuevo.

«No veo, no veo» se escucha cada vez que salgo a la calle. Esto no va a quedar así —me digo sin pensar.

Saco un machete. Lo pongo sobre la mesa. El metal brilla. Lo envuelvo en periódico y lo hago mi compañero.

Anochece. Llego a una discoteca con otros boxeadores. Tengo el machete, por si acaso. Uso gafas oscuras, incluso de noche. Mi amplia sonrisa está ausente. Camino a la defensiva.

Cada grito “no veo” me hierve la sangre. Me hace sentir en una pelea sin campana ni esquina donde descansar.

Salgo otra vez. Es otro asalto. Desde la otra calle alguien me grita:

—¡Me hiciste perder la moto, paquete! —me recrimina un amigo.

Otro apunta a alguien y dice:

—Se quedó sin su casa por tu culpa.

Señala a Mane García. Está ebrio del dolor. Apostó su casa por mí y la perdió. No tiene a dónde ir.

Me alejo. En la calle otros aficionados me evitan. No expresan palabra. Me aplaudían en mis peleas. Pero ahora ríen. ¿Por qué se alegran de mi derrota? Llego a la chaza “El Negro Chombo”. Le cuento a mi papá.

Él me dice que todo el pueblo vio la pelea en diferido por Telecaribe.

—Algunos se enteraron que habías perdido y apostaron en tu contra —explica—. Ganaron mucho dinero.

—Otros sin saberlo confiaron y perdieron todo. Te miran como si hubieses firmado con sus ilusiones. Toda Colombia esperaba que ganaras por nocaut.

«Creyeron en mi pegada. Me querían invicto. Y los dejé en la lona. Cuando se cerraron mis ojos, se esfumaron sus pertenencias», dice una voz dentro de mi.

Camino al parque y escucho las historias. Se repiten, cada una más torcida que la anterior.

“Ese Memín se vendió”, dicen.

“Esa pelea fue arreglada”.

Las palabras son rocas que golpean mi cabeza. Mis sentimientos.

“No veo”, repite una voz. Ya no solo viene de las esquinas. Ni de las casas. Ni de los patios. Viene también de mi mente. De un rincón donde antes vivía mi orgullo.

Cierro las cortinas. Apago el televisor. Pasan días en silencio. Camino de un cuarto a otro. Escucho ese grito.

El machete sigue en la mesa, envuelto en periódico. Quiero salir con él para recordar que puedo defenderme. No descanso. No me da hambre.

Ese grito entra hasta mis sueños. No sé si la frase me persigue o si yo la persigo a ella. Tal vez estoy enloqueciendo. Pero tengo un aliciente: pronto seré padre.

Espero a Rossman con ansias para que borre la oscuridad que me noqueó y me muestre otra vez la luz.

Iván saca cuentas. Observa el panorama distinto. Me muestra papeles y silencios. El pacto se rompe. Él habla de dinero. Yo, de fe. Ya no le sirvo. No lo culpo. El boxeo es un negocio.

Paga el parto de mi esposa y me entrega el dinero que, según él, me toca. Nos despedimos sin decir mucho. Vuelvo la mirada. Lo veo dormir. Es mi hijo. Acaba de nacer. Mi corazón debería estar completo.

Atado a esperanzas vacías

Ya casi dos años sin boxear. Peleo todos los días contra la burla. Contra un grito del que solo descanso cuando voy a otras ciudades. Allí soy un desconocido. Allí respiro.

Vuelvo a un ring deportivo. 1997 me trae dos combates, dos nocauts en Colombia. También a mi hija Yoselin.

Atado a una esperanza cruzo el mar, llamado por mi nuevo apoderado desde Estados Unidos. Voy detrás de una ilusión: comenzar de nuevo.

Miami está distinto. Tuto Zabala me consigue una pelea en 147 libras. El rival: Jorge Kellman. Gano por decisión unánime. Vuelve la alegría. Se abre una ventana dentro de mí.

30 de julio del 2000. Quirino García, mexicano. 156 libras por el título latinoamericano.

Ciudad Juárez. Un clima hostil.

Cinco asaltos de candela. Le conecto un derechazo a la cabeza. Mi mano se rompe. La pelea se detiene en el séptimo.

Mi puño queda tan oscuro como aquella noche en Sudáfrica. Está atrapado dentro del guante por su propia inflamación. La gente protesta. Querían verme noquear otra vez.

No hay victoria. Solo ruido en la disco Iguana Café, en Miami. Soy el invitado de un amigo de Cartagena. Las cervezas aplacan el dolor.

El break dance me devuelve al adolescente que fui. Un grupo de latinos aplaude mi baile y nos invitan a brindar con Sello Azul.

Tomo un trago. El piso brilla como espejo. Lo escupo. La mala costumbre colombiana me traiciona. Lo limpian. El vigilante me clava la mirada.

Vuelvo a escupir sin pensarlo. Llaman a la policía. Llegan dos gigantes. Me amarran con un suncho, las manos atrás. Estoy muy borracho.

Ante el tribunal solo digo la verdad: “escupí”. La juez me deja ir… y me regala un consejo:

—No escupa más, oyó.

Puños de sobrevivencia

Sigo en el túnel. Zabala muestra su peor cara. No paga arriendo. No paga comida. Entreno con hambre. Trabajo como conductor para sobrevivir. Las peleas no llegan.

—Por favor, póngame a pelear —le digo a Tuto—. Ya casi es diciembre.

Pienso en mis hijos. En su aguinaldo. En mi mesa vacía. Iván aparece con una llamada.

—Memín, hay una pelea en Alemania. Pagan quince mil dólares. En 78 kilos.

—Ese peso yo no lo doy… estoy en 65.

—¿Te sirve o no?

Quiero ver a mis niños. Quiero volver a Colombia.

—Sí, me sirve.

—¿Y cómo evitarás que Tuto se entere?

—Le diré que voy a trabajar. A arrancar tomates.

Empaco. Camino cuatro cuadras. Una camioneta me recoge. Vuelo a Alemania. Solo. Faltan minutos para el combate. Tuto llama al apoderado de mi rival:

—Memín es mi boxeador. Si sube al ring, los demando por un millón de dólares.

Estoy descubierto. Tomo el teléfono.

—Tuto, déjeme pelear. Partimos la bolsa.

Dice: no.

Regreso a Miami sin un dólar. Inmigración me detiene: estoy denunciado por mi propio apoderado. Lloro. Les ruego que no me deporten.

Una agente puertorriqueña me mira. Algo en mi tristeza la rompe un poco.

—Hablaré con mi jefe —dice.

Lo logra. Entro a Estados Unidos. Tuto no me deja subir al apartamento. Duermo con viejitos en un asilo. Huele a mentol y sopa fría. Amanece, lo llamo:

—¿Qué vas a hacer conmigo? Ponme a pelear o dame los pasajes a Colombia.

—Está bien —responde—. Hay una pelea en Baltimore con Aaron Mitchell.

Su tono trae venganza.

—¿Por cuánto?

—Dos mil dólares.

Es casi nada. Acepto. Voy. Peleo. Pierdo en el tercer round. Regreso a Colombia. Abrazo a Yoselin y a Rossman. También a mi amada esposa. Por ellos todo vale la pena.

Mi tierra me recibe con el grito de siempre. Ya no duele. O duele distinto. Trabajo. Trote diario. Decido no volver a Estados Unidos.

El teléfono suena.

—¿Memín, estás entrenando?

—Sí —miento.

—Hay una pelea en Dinamarca con Mikkel Kessler. 64 kilos.

—¿Cuánto pagan?

—Tres mil dólares.

La necesidad me arrincona otra vez. Voy. Nocaut en el tercer asalto. Gano una inflamación brutal en el lado izquierdo de mi cabeza. Hospital. Sin coágulos. Sin gloria.

Regreso a Colombia. Tomo a través de un pitillo comida licuada por dos meses. La mandíbula no se mueve.

Creo que es el final.

Trabajos de supervivencia diaria. Pasan cuatro años. Vuelve la llamada de Zabala:

—Hay una pelea en Australia. Sam Soliman. Tres mil dólares.

Tal vez me despida haciendo una mejor pelea, me digo. Viajo subido de peso. En el vuelo no como nada. Solo llevo toronjas.

Llego al aeropuerto. De repente estoy rodeado de agentes:

— ¿What’s happening? Les pregunto con mi inglés.

Creen que llevan droga en las toronjas. Las revisan con lupa. Tardan en creer que no traen nada.

23 de febrero de 2005. Arena Vodafone, Melbourne. Caigo dos veces en el tercero. Soliman me noquea en el cuarto. Ahora sí: Fin de mi carrera.

Mis mejores triunfos

En Colombia aprieto los puños… pero de alegría. Mis hijos se gradúan como profesionales.

Eso sí es victoria. Regreso a la escuela. válido secundaria.

Mi lucha sigue. Sin asaltos. Sin campana. Como desde niño. Hoy manejo taxi. A veces mototaxi. El viento me golpea la cara, pero no me doblega.

Veo niños vendiendo yuca, bolis o lotería. Me veo ahí. Ese también fui yo. Sigo siendo yo.

Te confieso: aquella noche en Sudáfrica creí que daría un nocaut más. Que no sería fácil, por mi mala preparación, pero que seguiría invicto. La confianza también jugó en mi contra.

Desde entonces he estado peleando solo. Contra el silencio. Contra la vergüenza. Contra lo que no pude explicar. Esa noche me quitó el aplauso. Me cambió el nombre. Ha sido el asalto más largo de mi vida. Y ya es hora de que termine.

Hoy te hablo sin guantes. Sin machete. Con el pecho abierto. Te pido perdón por haberte defraudado, cómo mi aficionado que fuiste. Esperé un abrazo tuyo. Recibí de tí burlas. Igual te perdono.

Quiero cerrar este círculo, el cual debió cerrarse hace décadas. Cerrar con dignidad.

Sobre mi presente te cuento que sigo firme. No porque no tenga miedo. Sino porque aprendí a caminar con él desde niño. Desde cuando peleaba sin saber por qué, buscando ser reconocido.

Solo le temo a una cosa; a qué no me recuerdes. Pues para un boxeador cuando acaba su carrera, el golpe más fuerte no es un nocaut, es el olvido. Por favor no me olvides.

Familia "Memín" Julio

Miguel «Memín» Julio» vive en Sincelejo con su esposa Gesveth Monterroza y dos hijos, Rossman y Yoselin. // Cortesía.

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