Now Reading: Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 2

Loading

Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 2

Ant  

Mis puños se vuelven fusil. En la guerra descubro que no siempre se trata de pegar duro, sino de sobrevivir.

VIDEO: BREVE INTRODUCCIÓN AL CAPÍTULO 2 DE LA CRÓNICA ESCRITA (Haga clic abajo) 👇🏼

ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.

Me enderezo. Saco pecho sin darme cuenta. Es esa idea que inunda mi mente. Hace meses flota en mi cabeza, como un náufrago que se niega a hundirse.

Emerge como una tabla de salvación. Trae consigo ese rigor, ese orden y esa disciplina que siempre me han llamado.

Dejo que me arrastre. Sentir cómo ilumina mi nuevo camino. La vida me susurra al oído: “solo es cuestión de ir cambiando de campo de batalla. Nunca detenerse”.

Por eso estoy aquí, entregándome al Ejército Nacional de Colombia. No quiero dejar de luchar. Solo cambiar de ring.

Una voz de mando suena al fondo. La fila avanza. El corazón golpea fuerte. En medio del bullicio del reclutamiento a lo lejos distingo a mi padre. Viene a buscarme.

Estoy aquí sin avisarle a nadie. Entre cientos de jóvenes, su mirada me encuentra.

—Papá, quiero prestar el servicio militar. Quiero nuevas experiencias.

No responde. Solo me mira como si ya supiera en qué me estoy metiendo. Como si fuera la última vez. El examen médico dicta: Apto. El pecho me retumba. Escucho: ¡Asignado al Batallón Vergara y Velasco de Barranquilla!

Estoy en el umbral de un mundo distinto. Ya no son guantes los que me definen, sino uniformes y órdenes. La disciplina ya la traigo en los huesos. El gimnasio me preparó para esto sin saberlo.

Colombia arde. Las guerrillas atacan sin tregua, toman pueblos, emboscan patrullas. Camino entre la tensión de un país que respira pólvora y no duerme.

Cada metro que avanza el camión me acerca a algo desconocido y apasionante: a mi nuevo campo de batalla. No soy bachiller: me clavan dieciocho meses. Me da igual. Mi plan no pide diplomas.

Los días se repiten: resistencia, armas, simulacros, cansancio. Cada orden es un martillazo que moldea mi carácter.

Cierro los ojos y, por un instante, regreso al ring. El sudor. La lona. Vargas.

Abro los ojos: aquí cada error cuesta más que una derrota. Mejor me concentro. Quiero ser excelente. Quiero quedarme como soldado profesional.

Mi mente se adapta. Mis reflejos se agudizan. Aprendo a mirar, calcular, anticipar. Como en el boxeo, solo que ahora los puños son de plomo.

La noche calla con la luna. Mis pasos suenan sobre la tierra húmeda. Se escuchan grillos. Sonrío. Me siento vivo. Aquí pertenezco. Por fin.

Mis alas se despliegan de nuevo, aunque el horizonte es más duro y el viento más bravo.

Juro bandera. Estoy listo para la guerra.

Memín Julio prestó el servicio militar como soldado regular

Miguel «Memín» Julio prestó el servicio militar como soldado regular. // Cortesía.

Entre puños y proyectiles

El sol cae sobre nuestros uniformes camuflados. Hay ambiente de fiesta. Un rumor corre entre las filas: dicen que fui boxeador. El comentario llega al coronel. Me manda a llamar.

—Usted es boxeador. Lo voy a enviar a la escuela del Ejército, en Bogotá.

Envía un radiograma. Reconfirman mi historial deportivo. Un avión de la Fuerza Aérea viene por mí. Despega. Comienza una nueva batalla.

Bogotá se abre bajo la bruma. Escucho guantes golpeando sacos como tambores.

Hace un frío que corta. Cuesta levantarse a las cinco para trotar entre la neblina con la selección militar que se prepara para los Juegos Nacionales de Montería, 1988. Entreno en la tarde.

El entrenador, Hernán “El Olímpico” Gutiérrez, me observa con una mirada que detecta lo distinto. Me pone a guantear con el peso Ligero: es muy técnico, fuerte. Sorprendo. Lo noqueo en el sparring.

—Memín, deberías levantarte a trotar con nosotros. ¡No te dejes ganar del frío!

Se aproximan las eliminatorias en Villavicencio. El seleccionado militar está a punto de viajar.

—Acompáñanos para que no te quedes solo en el gimnasio —me propone “El Olímpico”. Acepto.

Hay muchos aspirantes, pocos cupos. Nuestro boxeador Ligero se asusta al ver quien será su rival, un tipo fornido.

Lo veo escabullirse a una tienda. Come y  bebe sin control. Sube ocho libras. Llega el pesaje previo. Marca 64 kilos. Está fuera de la división.

—No podemos perder ese cupo —dice el sargento mayor.

Gutiérrez piensa un segundo y exclama:

— ¡Memín! Él da el peso. Vayan a buscarlo.

—Pero él ya desayunó —dice otro de los boxeadores.

Me pesan. Marco cincuenta y ocho.

—¿Quieres participar en los Juegos Nacionales? —pregunta Gutiérrez.

—Claro, profe.

—Entonces tienes que ganarle a ese musculoso.

Recuerdo a Mane García, el zapatero del barrio. Siempre apostaba por mí, incluso cuando nadie más lo hacía. Lo escucho decir: “A Memín, si le toca pelear sin entrenar, igual gana”.

Su voz me sube al ring antes de que me llamen. La determinación va conmigo. La victoria también. Lo noqueo. ¡Clasifico! El sudor me cae en los labios. Sabe a gloria: mi segundo apellido.

Empiezo una historia en el boxeo amateur del Ejército. No la busqué. Desafío el frío. Entreno sin descanso.

En los Juegos, derroto al pegador de Risaralda por nocaut, al de Córdoba por decisión, al de Antioquia en una pelea durísima.

Es la final. Enfrento a Omar González, del Atlántico. La pelea va limpia. No me toca ni una vez. Me sorprenden, le levantan el brazo a él.

Hay reclamo. Silencio. Mantienen la decisión. Acaban de robarme el oro. Quedo subcampeón nacional, con dieciocho años. La Selección celebra. Yo trago rabia y orgullo al tiempo.

Regreso a Bogotá con medalla de plata. Algo me reclama por dentro. Pido que me regresen a mi batallón.

El viaje es largo. Las ruedas del tren crujen como aplausos vacíos. Barranquilla me recibe con fiesta.

—Este soldado no va a prestar guardia; solo entrenará. Su meta ahora son los Juegos Bolivarianos —dice el comandante, frente a la tropa.

Aplauden. El orgullo me cubre, pero eso aquí adentro no se calma. Busco al comandante.

—Coronel, yo vine a prestar el servicio militar. Quiero probar las armas. Estar en el monte.

Él me mira sorprendido.

—¡Pero por Dios! ¿Qué va a hacer allá? Lo pueden matar.

—Sí, coronel. Yo vine a eso. Me gusta la vida militar.

Su mirada se endurece. Asiente.

—Está bien. Remplácenlo por uno de los soldados de la contraguerrilla que va para Magangué.

El calor se burla de mi decisión. La madrugada también, con tres horas de guardia y mil picaduras de mosquitos. Pienso: Dios mío, ¿yo qué hice? Adaptarse o rendirse. Elijo lo primero.

Mi comandante selecciona a los quince mejores soldados. Es para escoltar a dos remolcadores. Yo disparo bien en el polígono. Mis botas siempre brillan. Estoy entre ellos.

Es 9 de febrero de 1989. El sol cae vertical sobre el Cauca. Vamos los quince hombres en el remolcador “Santa Leonor”. Transportamos combustible. Adelante va El Porcé, con alimentos.

Huele a gasolina y madera mojada. El sabor del almuerzo aún está en nuestra boca. El mediodía se estira lento sobre el río. La ruta es hasta El Bagre, Antioquia.

—Ojalá todo el recorrido sea así —dice un compañero, medio dormido.

—No te confíes —respondo—. Por aquí cualquier sombra dispara.

Miro el agua. El reflejo del sol me ciega. El silencio de la selva se vuelve sospechoso. El aire se espesa. El río parece contener la respiración. Suena una ráfaga. El infierno se abre.

—¡Fuego! ¡Fuego! —grito.

Desde ambas orillas, los proyectiles zumban como enjambres. Los primeros tiros alcanzan a Matute, que va en la cabina. Lo veo doblarse sobre el timón, la sangre corre por su pecho.

—¡Matute! ¡Matute! —le grito. No responde.

El remolcador se descontrola. El río se desborda. Balas golpean el casco. El agua salta. El aire se llena de humo, fuego y lamentos.

Disparo hacia la selva. Apenas distingo movimientos. Un compañero se arrastra hacia mí, sin uno de sus brazos.

—¡Ayúdame, “Memín”! No me dejes morir —me suplica con la voz partida. Lo cargo hasta una esquina. Su vida se escurre entre mis manos.

Una esquirla me roza el pecho. Arde. Sigo en pie. Disparo sin pensar. La pólvora me corta la respiración.

A mi lado, otro soldado cae con un hueco inmenso en el pecho. Se desangra. Mis oídos zumban. No sé si es miedo o el eco de los disparos.

El teniente Carlos Martínez Meza sale con la ametralladora M60. Dispara de pie, sin cubrirse. Abate a varios guerrilleros. Lo alcanzan. Cae sin vida frente a nosotros.

El ruido no cesa. El aire vibra. El remolcador es una trampa flotante. Diez compañeros muertos. Diez amigos. La munición se agota.

Desde “El Porcé” escuchan el combate. Piden apoyo. Llegan helicópteros del Ejército. Sus ráfagas sacuden la selva. Trece subversivos caen. Luego, silencio.

El olor a pólvora se mezcla con el del río caliente. Miro el agua. Corre cruda, manchada de rojo. Diez nombres ya no responden lista. Si el refuerzo no llega, nosotros cinco no estaríamos vivos.

De regreso, el Cauca parece otro. Las corrientes que bajan desde El Bagre intentan llevarse el terror, la angustia, el dolor.

Frente a la iglesia de Magangué, a los sobrevivientes nos reciben como héroes. Veo a mi padre y a mi hermana entre la multitud.

Creen que estoy entre los muertos. Me ven y corren a abrazarme fuerte.

Nos dan diez días de permiso. Falta poco para la baja. Busco dentro de mí el plan de quedarme como soldado profesional. No lo encuentro. Esa ilusión está apagada.

Miro el río. Hasta aquí llego yo, me digo a mí mismo. Todavía me zumban las balas de la muerte. El agua se aleja despacio. Huye como yo.

Ataque ocurrio en en tenje

Él ataque al remolcador ocurrió en en Tenche (Achí-Bolívar).//Cortesía.

Vive golpe a golpe el último asalto de la historia de Miguel «Memín» Julio: haz clic sobre este enlace.  

Deja tu Comentario

svg
Quick Navigation
  • 01

    Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 2