Now Reading: Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 1

Loading

Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 1

Ant  

Algo dentro de mí me empuja al ring y me convierte en “Memín”; en la otra esquina, el drama se alista para ser mi gran rival.

VIDEO: BREVE INTRODUCCIÓN AL CAPÍTULO 1 DE LA CRÓNICA ESCRITA (Haga clic abajo) 👇🏼

 

ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.

Jalo mis bolsillos y se los muestro: vacíos. Él me mira con ira.
—¿Por qué te las comiste si no tenías plata?
Sonrío, retador:
—Porque me da la gana.
La provocación lo enciende. Su furia explota.

Se acerca, me empuja, caigo. Reacciono y suelto un puñetazo. Ningún niño me ha ganado, y este, aunque sea más grande, tampoco lo hará.

La esquina que nos cruza se vuelve ring. Él, con su olla de fritos; yo, con ganas de pelear. El aire no huele a pólvora: huele a hambre de combate, a ese vacío que no sé nombrar, más que a empanadas sin pagar.

Sudo miedo, pero avanzo contra él. Sus brazos son látigos, rápidos y potentes; apenas puedo verlos. Nos enfrentamos porque algo dentro de mí me empuja sin avisar.

La calle se detiene. Todos miran. Los estudiantes del colegio de enfrente gritan desde los balcones. Rodamos por el suelo.

Un puño vuela directo a mi cara. Está tan cerca para golpearme y tan lejos para que yo lo alcance. El impacto me sacude hasta los huesos. Me debilito.

Mi cuerpo se entumece, la garganta se seca. Una lluvia de lágrimas me nubla. No veo. Solo oscuridad. Y vergüenza.

No sé qué duele más: esta derrota o saber que mi madre no está desde que tengo año y medio, y no recordar su rostro.

Él recoge su olla y me mira, victorioso. Me quedo en el suelo, vencido. Las risas me rodean. La cara me arde, el orgullo más. Quisiera desaparecer. Algo irrumpe: un ruido, una voz, el destino.

—¿Negrito, qué pasó? ¿Por qué te pegó?
El niño indígena responde:
—Se me comió cinco empanadas sin pagar.
—¿Y cuánto es?
—Cien pesos.

El hombre baja de una vieja bicicleta, saca unos billetes, cancela la deuda. Me levanta con cuidado, como si entendiera que no solo duelen los golpes.

Las lágrimas todavía nublan mi vista. Veo sombras moviéndose. La voz insiste:
—Deja de llorar. Los hombres no lloran.
Exprimo mis ojos con los antebrazos. Distingo su rostro.

—¿Te gustaría aprender a pelear?
—¿Por qué me pregunta eso?
—Tengo una escuela de boxeo. Voy para allá ahora.
—¿Verdad? ¿Puedo ir a ver?
—¡Claro, vamos!
—¿Usted cómo se llama?
—Me llamo Manuel Vargas.

No entiendo qué pasa, pero algo se enciende. Me monta en la barra de su bicicleta. Pedalea fuerte. Me arranca del suelo de la derrota.

El pueblo pasa rápido, como borrones de colores. El viento termina de secar mi rostro moreno, golpeado.

—¿Cuántos años tienes?
—Nueve.
—¿Con quién vives?
—Con mi abuela, mi hermanita y mi papá.
—¿Estudias?
—Sí, cuarto de primaria.
—¿Qué haces en la calle?
—Iba para la casa; venía de llevarle el almuerzo a mi papá.
—¿Y él qué hace?
—Vende cigarrillos, dulces, chicles… Tiene una chaza frente al cine Moderno.
—¿Por qué le hiciste eso al niño de los fritos?
—No sé. Ni yo sé por qué. Solo quiero pelear.

Se detiene. Bajo. Frente a mí está el coliseo San Vicente: un templo que huele a guantes y sudor.

Decenas de niños lanzan puños. Los golpes resuenan, las voces retumban contra un techo alto y metálico. Mis emociones también.

El sol se cuela. El sudor brilla en las frentes. Sacos de arena cuelgan como gigantes que se tambalean esperando mis golpes.

Vargas me nota entusiasmado. Me coloca los guantes. No vengo a ver: vengo a quedarme. Aquí no me siento vacío.

La repetición se vuelve rutina; la rutina, disciplina. Estoy lleno de ilusiones.
Vargas me dice:
—Los sueños no son imposibles si nos atrevemos a luchar por ellos.

Miguel "Mamín" Julio Gloria, estudió hasta cuarto de primaria.// Cortesía.

Miguel Julio Gloria, interrumpió sus estudios por el boxeo cuando cursaba cuarto de primaria.// Cortesía.

Nace “Memín”

Un vecino que mira los entrenamientos todos los días me observa distinto hoy.
De repente grita:

—¡Se parece a Memín Pingüín!

Las risas explotan. Nace mi apodo. Soy “Memín”.
Se siente raro, pero río con ellos.

Quiero ser como Sugar Ray Leonard. Sueño con ser campeón del mundo.

Mi nombre ya figura en registros oficiales. Cada combate me da confianza. Vargas sonríe; dicen que él es el mejor de los entrenadores.

Mi papá me descubre. Le cuentan que, después del colegio y de llevarle su almuerzo, vengo al gimnasio. Se enfurece:

—Deje eso y atienda más la escuela.
—¡No me vuelva a poner un pie en ese lugar!

Bajo la cabeza y guardo silencio. Por dentro sé que no puedo dejar el boxeo. Aprovecho sus ausencias. Engaño a mi abuela. Me escapo.

Ya no peleo en la calle: lucho contra mis sombras para aprender a hacerlo bien. Cada tarde cambio un castigo por un paso hacia mi sueño.

Los cuadernos quedan olvidados en un rincón. Lo único importante es el boxeo. Papá no entiende que encontré mi mundo.

Llega mi primera pelea oficial. Subo al ring. La algarabía me envuelve. El árbitro pregunta:

—¿Cuál es su nombre?

La multitud me bloquea.

—No sé… Creo que Miguel Julio… Sí, sí, Miguel Julio —digo, asustado.

Mis guantes tiemblan. El corazón me sube a la garganta. La lona se mueve bajo mis pies. El primer impacto despierta algo desconocido… y también un grito:

—¡Ese es mi noqueador, el de la pegada brava!

Es Mane García, el zapatero del barrio. Flaco, moreno, con un ojo blanco y otro que ve todo. Huele a pegante y cuero.

—¡Así se pega, Memín! —grita, golpeando el aire.

Se abre paso entre el público. Me levanta el brazo. Sonríe con los pocos dientes que le quedan.

—Tú naciste pa’ noquear —dice.

Su emoción me inunda. La anécdota de olvidar mi nombre se esfuma con esta primera victoria.

Pasan combates: nueve peleas, nueve nocauts. Dos años de entrenamiento borran al gordito novato. Supero a mis compañeros. Quiero ser un verdadero peleador.

Mane no se despega del gimnasio. Llega con su bolsa de zapatos al hombro y su radio viejo sonando vallenatos.
Se sienta en una esquina, cruza las piernas, me observa como si el mundo dependiera de mis puños.

—¡Vamos, Memín!

Mis compañeros y Vargas creen en mí. Hasta piensan que puedo vencer a un prejuvenil del Atlántico que llega a un intercambio.

La pelea no avanza. Vargas la suspende para protegerme. Les fallo. Dudo. Lloro como lo que soy: un niño de once años. Me levanto. Pienso: “Tengo que entrenar más duro.”

Los meses se cuelan entre impactos. Mis músculos cambian, mi ambición también.

mauricio pastrana con otros boxeadores en Sincelejo años 90

«Memín» Julio (de mameluco), con otros boxeadores de los 90’s.// Cortesía.

La ausencia que vuelve

El sol raja la tierra. Las bolitas de cristal giran entre el polvo. Me agacho, calculo mi tiro. Los demás niños descansan de la escuela. Yo no. Nunca voy.

Una voz irrumpe:

—Niños, ¿dónde vive la señora Felipa?

Levanto la cabeza.

—Allá —digo, señalando con mi mano y barbilla.

La mujer agradece. No se mueve. Solo mira hacia donde señalé. Parece tener miedo.

—Felipa es mi abuela —le digo—. ¿Para qué la busca?

Ella gira. Me busca la cara. Sus ojos se llenan.
—Porque… yo soy tu mamá.

—No, usted no es mi mamá. Yo no la conozco —respondo. Retrocedo.

Vuelvo al juego. Las canicas ya no brillan igual. Ella camina hacia mi casa.

Mi abuela aparece en la puerta.

—Ven acá, Miguel —me llama.

Camino despacio.

—Sí, “Pocho” —dice con ternura—, ella es tu mamá.

Todo se detiene. No digo nada. Me acaricia la cabeza, como si intentara atrapar los años perdidos.

Habla de Venezuela, de dos hijas más, de otra vida que no me pertenece. Me trae dos meses de amor materno… y se va. Otra vez.

Me queda un sabor amargo, un sueño roto antes de nacer. Me quedo con mi abuela. Con el boxeo.

La vida me da otra revancha. A los catorce noqueo al juvenil que antes no pude vencer. La victoria quema mi inseguridad.

Campeón: El Bongo celebra

Ahora sí sé quién soy: un boxeador que se prepara para su primer nacional. Será aquí, en Sincelejo.

Llega el día. Campeonato Prejuvenil de 1986. Entre los gritos distingo a Mane y a mi papá, en primera fila, de pie.

Tres contendores caen. Mi papá aprieta los puños, como si peleara conmigo.

Es la final. Gano. ¡Soy campeón nacional de los 51 kilos!

Bajo del ring. Él me abraza con orgullo. Ya no tengo que escaparme. Ahora me apoya.

Entre el ruido escucho:

—¡Ese es Memín, carajo!

Mane aparece entre la gente. Sonríe, manos manchadas de betún, radio al hombro.

—¡Te lo dije, pelao! ¡Esa pegada tuya no la aguanta ni el diablo!

Me alza el brazo otra vez. Mi papá aplaude con los ojos húmedos.
Mane grita:

—¡El Bongo tiene campeón, señores! ¡El Bongo tiene campeón!

Pero quiero más. El tiempo me trae nuevos retos.

El título prejuvenil me infla el pecho. La emoción vibra. Entro a la Selección Sucre Juvenil.

La Liga nos inscribe sin tener edad. La ilusión se rompe. Ni a Ever Suárez, ni a Sixto Jaramillo, ni a mí nos permiten pelear.

Los soldados de la Selección de Fuerzas Armadas intentan consolarme. En sus gestos siento temple, orden. Me atrae la milicia.

La situación empeora. La Liga de Sucre apenas camina. Ir a intercambios es una odisea: rogar, pedir favores, esperar milagros. El boxeo se desmorona ante mis ojos. Y con él, mis sueños.

El ring se apaga en mí. Con diecisiete años, cuelgo los guantes. La decepción me derrota.
Olvido incluso aquella derrota callejera que me empujó a este deporte. Como si nunca hubiera ocurrido.

No sé qué hacer. Solo sé que necesito otro camino. Uno que me encienda por dentro. Que me sostenga. Que me impulse a ser alguien. A encontrarme.

Vive golpe a golpe el segundo asalto de la vida del boxeador Miguel «Memín» Julio: haz clic sobre este enlace.

 

Deja tu Comentario

svg
Quick Navigation
  • 01

    Round 11: La oscuridad noquea a Mister Nocaut – Capítulo 1